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Delirium

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—Cuando estés lista, pasa por la puerta azul. Los evaluadores te estarán esperando en el laboratorio.<br />

Una vez que la enfermera se va con su toc toc, yo entro en una antesala pequeña, tan reluciente como<br />

el pasillo. Parece la consulta del médico. En una esquina hay un aparato enorme que pita a intervalos<br />

regulares, y una camilla cubierta con papel. Todo huele a antiséptico. Me quito la ropa temblando porque<br />

el aire acondicionado hace que se me ponga la piel de gallina, que se me erice el vello de los brazos.<br />

Estupendo. Así los evaluadores pensarán que soy una bestia peluda.<br />

Doblo la ropa, sujetador incluido, en un montón ordenado y me pongo el camisón. Está hecho de<br />

plástico muy transparente y, mientras me lo coloco alrededor del cuerpo y lo aseguro a la cintura con un<br />

nudo, soy muy consciente de que deja ver prácticamente todo, hasta el contorno de mi ropa interior.<br />

«Pronto. Pronto habrá terminado».<br />

Inspiro profundamente y paso por la puerta azul.<br />

En el laboratorio hay aún más luz, un brillo deslumbrante. La primera impresión que se forman de mí<br />

los evaluadores debe de ser la de alguien que entrecierra los ojos, retrocede y se lleva una mano a la<br />

cara. Cuatro sombras flotan en una canoa delante de mí. Luego, mis ojos se acostumbran y la visión se<br />

define: hay cuatro evaluadores, todos sentados tras una mesa larga y baja. La sala es muy amplia y está<br />

totalmente despejada; en una esquina veo una mesa metálica de operaciones arrimada a la pared. Dos<br />

filas de luces cenitales proporcionan una claridad intensa. Me doy cuenta de lo alto que está el techo, al<br />

menos a diez metros. Siento una urgencia desesperada de cruzar los brazos sobre el pecho, de cubrirme<br />

de alguna forma. Se me seca la boca y me quedo con la mente en blanco, tan ardiente, tan vacía como los<br />

focos. No recuerdo lo que se supone que debo hacer, ni lo que debo decir.<br />

Por suerte, uno de los evaluadores, una mujer, habla primero:<br />

—¿Tienes los formularios?<br />

Su voz suena cordial, pero no ayuda a aflojar el nudo que se me ha formado en el estómago y que me<br />

retuerce los intestinos.<br />

«¡Qué horror!», pienso. «Me voy a hacer pis. Me voy a hacer pis aquí mismo». Trato de imaginarme<br />

lo que dirá Hana cuando esto haya pasado, cuando estemos dando un paseo a la luz de la tarde, con el<br />

aire pesado por el olor a sal y a pavimento recalentado por el sol. «Vaya pérdida de tiempo», comentará.<br />

«Todos allí sentados mirándome como cuatro ranas en un tronco».<br />

—Eh… sí.<br />

Me acerco sintiendo que el aire se ha vuelto sólido, que me ofrece resistencia. Cuando me encuentro<br />

a un metro de la mesa, les paso la tablilla con el papel a los evaluadores. Hay tres hombres y una mujer,<br />

pero no soy capaz de fijarme en sus rasgos demasiado tiempo. Los recorro rápidamente con la mirada y<br />

luego vuelvo atrás de nuevo, quedándome solo con una impresión vaga de varias narices, algunos ojos<br />

oscuros y el parpadeo de un par de gafas.<br />

Mi tablilla recorre la línea de los evaluadores dando saltitos. Pego los brazos a los costados e intento<br />

parecer relajada.<br />

Detrás de mí hay una plataforma de observación, situada a unos seis metros del suelo. Se accede a<br />

ella por una pequeña puerta roja que está más arriba de las gradas. Tiene asientos blancos obviamente<br />

destinados a estudiantes, doctores, internos y científicos en formación. Los científicos de los laboratorios<br />

no solo realizan la operación, también llevan a cabo revisiones posteriores y a menudo tratan casos<br />

difíciles de otras enfermedades.

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