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nueve<br />
Señor, fija nuestros corazones como fijaste los planetas en sus órbitas y ordenaste el caos<br />
emergente. Igual que la gravedad de tu voluntad impide que las estrellas se derrumben, que los<br />
océanos se vuelvan tierra y que la tierra se convierta en agua, que los planetas colisionen y<br />
que les soles exploten, así, Señor, fija nuestros corazones en una órbita estable y ayúdalos a<br />
mantener su trayectoria.<br />
Salmo 21 («Plegaria y estudios». Manual de FSS)<br />
Esa noche, incluso después de meterme en la cama, las palabras de Hana me vuelven sin cesar a la<br />
mente: «Tú no vas a terminar como tu madre. No lo llevas dentro». Solo lo ha dicho para consolarme, y<br />
debería tranquilizarme, pero por alguna razón no surte ese efecto. Por algún motivo me disgusta, me<br />
produce un profundo dolor en el pecho, como si tuviera dentro una gran piedra, afilada y fría.<br />
Hana no lo comprende: pensar en la enfermedad, preocuparme por ella y agobiarme sobre si he<br />
heredado cierta disposición hacia los deliria es todo lo que tengo de mi madre. La enfermedad es lo<br />
único que sé de ella. Es nuestro vínculo.<br />
No me queda nada más.<br />
No es que no tenga recuerdos de mi madre. Los tengo, y muchos, sobre todo si consideramos lo<br />
pequeña que yo era cuando murió. Me acuerdo de que cuando había nevado me mandaba fuera a llenar de<br />
nieve las cazuelas. Una vez dentro, echábamos chorros de sirope de arce en los recipientes y veíamos<br />
cómo se endurecía casi al momento hasta formar un dulce de color ámbar. Era una filigrana azucarada de<br />
frágiles curvas, como encaje comestible. Recuerdo cuánto le gustaba cantar para nosotras mientras se<br />
bañaba conmigo en la playa de Eastern Prom. En aquel momento, yo no sabía lo raro que era aquello.<br />
Otras madres enseñan a sus hijos a nadar. Otras madres se bañan con sus bebés, les dan cremas<br />
protectoras para que no se quemen y hacen todas las cosas que se supone que una madre debe hacer,<br />
como se expone en la sección de «Paternidad» del Manual de FSS.<br />
Pero no cantan.<br />
Recuerdo que cuando estaba enferma me traía bandejas de tostadas con mantequilla, y cuando me<br />
hacía daño me besaba los arañazos. Recuerdo que una vez, cuando me caí de la bici, me levantó y<br />
empezó a mecerme entre sus brazos, y una mujer le dijo sofocada: «Tendría que darle vergüenza». Yo no<br />
comprendí por qué lo decía, pero me hizo llorar aún más. Desde ese día, me consoló solo en privado. En<br />
público se limitaba a fruncir el ceño y a decir: «No pasa nada, Lena. Levántate».<br />
Además, ensayábamos bailes. Mi madre los llamaba «calcetinadas» porque enrollábamos las<br />
alfombras del salón para apartarlas a un lado, nos poníamos los calcetines más gordos que teníamos y<br />
nos deslizábamos arriba y abajo por los pasillos de madera. Hasta Rachel participaba, aunque siempre<br />
decía que era demasiado mayor para juegos de niños. Mi madre corría las cortinas, apretaba cojines<br />
contra las puertas delantera y trasera y subía el volumen de la música. Nos reíamos tanto que siempre me<br />
iba a la cama con dolor de estómago.<br />
Luego me di cuenta de que, en nuestras calcetinadas, ella corría las cortinas para impedir que nos<br />
vieran las patrullas, y que taponaba los resquicios de las puertas con cojines para que los vecinos no nos