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Delirium

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que el aire parece zumbar con ella. Puede dar calambre aun estando a más de un metro. Mi madre me hizo<br />

prometer que nunca, nunca jamás la tocaría. Me dijo que cuando la cura se hizo obligatoria, algunas<br />

personas intentaron escapar cruzando la frontera. No llegaron a poner más que una mano en la alambrada<br />

antes de freírse como beicon; recuerdo que eso es exactamente lo que dijo: «como beicon». Desde<br />

entonces he corrido a lo largo de la frontera algunas veces con Hana, siempre con cuidado de<br />

mantenernos al menos a tres metros de distancia.<br />

En el granero, alguien ha montado altavoces y amplificadores, e incluso dos enormes focos de tamaño<br />

industrial que iluminan a los que están cerca del escenario con un blanco descarnado e hiperreal, y al<br />

resto los hacen parecer oscuros e indistintos, borrosos. Termina una canción y la multitud ruge al<br />

unísono, un sonido oceánico. Se me ocurre que deben de haber puenteado la electricidad de una red en<br />

alguna de las otras granjas. Pienso que todo esto es una tontería, que nunca encontraré a Hana: hay<br />

demasiada gente. Entonces comienza un nuevo tema, igual de bello y salvaje. Es como si la música<br />

atravesara todo ese espacio oscuro y tocara algo en lo más profundo de mí, punteándome como un<br />

instrumento de cuerda. Bajo la colina hacia el granero. Lo raro es que no lo hago por voluntad propia.<br />

Mis pies se mueven por sí mismos, como si hubieran encontrado un sendero invisible y se dejaran llevar<br />

hacia abajo, hacia abajo.<br />

Por un momento me olvido de que se supone que estoy buscando a Hana. Me siento como en un sueño<br />

donde suceden cosas extrañas, pero que no parecen extrañas. Todo es confuso, todo está envuelto en la<br />

niebla, y yo noto, desde la cabeza a los pies, el deseo único y ardiente de acercarme a la música, de oír<br />

mejor la música, de que la música siga, siga y siga.<br />

—¡Lena, has venido! ¡Lena!<br />

Escuchar mi nombre hace que salga del aturdimiento, y de repente me doy cuenta de que estoy en<br />

medio de una aglomeración enorme de gente.<br />

No. No es solo gente. Son chicos. Y chicas. Incurados todos, sin rastro de marcas en el cuello, al<br />

menos por lo que puedo ver desde aquí. Chicos y chicas que hablan. Chicos y chicas que ríen. Chicos y<br />

chicas que beben de los mismos vasos. De repente siento que voy a desmayarme.<br />

Hana viene hacia mí a toda velocidad, abriéndose paso a codazos, y antes de que yo pueda abrir la<br />

boca, se me echa encima como hizo en la graduación y me da un abrazo apretado.<br />

Me quedo tan sorprendida que retrocedo tambaleándome y casi me caigo.<br />

—¡Estás aquí! —se aparta y me mira, manteniendo sus manos en mis hombros—. ¡Estás aquí de<br />

verdad!<br />

Termina otra canción y la vocalista, una chica menuda con el pelo negro y largo, grita algo sobre un<br />

descanso. A medida que mi cerebro se reinicia lentamente, se me ocurre una idea completamente<br />

absurda: «Esa chica es más baja que yo y está cantando ante quinientas personas».<br />

Y luego pienso: «Quinientas personas, quinientas personas, ¿qué estoy haciendo yo aquí con<br />

quinientas personas?».<br />

—No puedo quedarme —digo rápidamente.<br />

En cuanto las palabras salen de mi boca me siento aliviada. Lo que había venido a demostrar está<br />

demostrado; ya me puedo ir. Tengo que salir de esta multitud, del estruendo de voces, es como un muro<br />

en movimiento: codos y hombros que me sacuden. Antes estaba demasiado absorta en la música para<br />

mirar a mí alrededor, pero ahora percibo colores, perfumes y manos que giran y dan vueltas cerca de

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