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Delirium

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Álex me lanza una mirada por encima del hombro y sonríe. Continúa recogiendo el plástico, parando<br />

cada pocos minutos para mover la silla hacia delante y comenzar de nuevo.<br />

—Un día, una tormenta se llevó la mitad del techo. Yo no estaba aquí, por suerte —él también<br />

resplandece, sus brazos y hombros tienen un ligero toque plateado. Como en la noche de la redada, me<br />

acuerdo de los cuadros de ángeles que extienden las alas—. Decidí que más valía quitarlo del todo —<br />

continúa mientras acaba de recoger el plástico. Luego salta de la silla y se vuelve hacia mí con una<br />

sonrisa—. Es mi propia casa descapotable.<br />

—Es increíble —digo, y lo pienso de verdad.<br />

El cielo parece tan cercano… Podría alzar el brazo y llegar con los dedos hasta la luna.<br />

—Ahora voy a buscar las velas.<br />

Álex pasa por mi lado hacia la zona de la cocina y se pone a revolver. Ya puedo distinguir los<br />

objetos más grandes, aunque los detalles se pierden en la penumbra. Hay una pequeña estufa de leña en<br />

un rincón. En el extremo opuesto hay una cama inpidual. Al verla, mi estómago da un vuelco y me asaltan<br />

un montón de recuerdos: Carol, sentada en mi cama, hablándome con su tono comedido sobre las<br />

expectativas de marido y mujer; Jenny que se pone la mano en la cadera y me suelta que no voy a saber<br />

qué hacer cuando llegue el momento; historias murmuradas sobre Willow Marks; Hana preguntándose en<br />

voz alta en los vestuarios cómo será el sexo, mientras yo le digo en voz baja que se calle, al tiempo que<br />

miro por encima del hombro para asegurarme de que nadie nos oye.<br />

Álex encuentra un puñado de velas y se pone a encenderlas una por una, y las esquinas del cuarto van<br />

tomando forma a medida que coloca las luces cuidadosamente por la caravana. Lo que más me sorprende<br />

son los libros. Siluetas abultadas que en la semipenumbra parecían parte del mobiliario se revelan ahora<br />

como altísimos montones de libros; hay más de los que he visto en ningún otro sitio, si no contamos la<br />

biblioteca. Hay tres estanterías apoyadas contra una pared. Hasta la nevera, que tiene la puerta rota, está<br />

llena de ellos.<br />

Cojo una vela y miro los títulos. No reconozco ninguno.<br />

—¿Qué libros son estos?<br />

Algunos de los volúmenes están tan viejos y estropeados que temo que si los toco se harán pedazos.<br />

Voy leyendo en un susurro inaudible los nombres de los lomos, al menos los que distingo: Emily<br />

Dickinson, Walt Whitman, William Wordsworth.<br />

Álex me mira.<br />

—Es poesía —dice.<br />

—¿Qué es la poesía?<br />

Nunca había oído esa palabra, pero me gusta su sonido. Es elegante y al mismo tiempo natural, como<br />

una mujer bella que aparece con un vestido largo.<br />

Álex enciende la última vela. Ahora la caravana está llena de una luz cálida que parpadea. Se acerca<br />

conmigo a las estanterías y se agacha buscando algo. Saca un libro, se pone de pie y me lo pasa para que<br />

lo mire.<br />

Poemas de amor famosos.<br />

El estómago me da un vuelco al ver esa palabra, amor, escrita tan descaradamente en la tapa de un<br />

libro. Álex me observa intensamente, así que para ocultar mi desazón lo abro y recorro la lista de autores<br />

que aparece en las primeras páginas.

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