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Delirium

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ombardeo. Hay miles y miles de ellas por todo el país. Fueron voladas, totalmente destruidas.<br />

Me estremezco. Con razón me sentía como si estuviera caminando por un cementerio. De alguna<br />

manera, eso es lo que es. El gran bombardeo fue una campaña que tuvo lugar mucho antes de que yo<br />

naciera, cuando mi madre era aún un bebé. Se suponía que había acabado con todos los inválidos y con<br />

todos los resistentes que no quisieron dejar sus casas y trasladarse a comunidades aprobadas. Mi madre<br />

me dijo una vez que sus primeros recuerdos estaban nublados por el sonido de las bombas y el olor a<br />

humo. Decía que ese olor a quemado siguió llegando hasta la ciudad durante años, y que cada vez que<br />

soplaba el viento traía consigo una capa de ceniza.<br />

Seguimos caminando. Me dan ganas de llorar. Estar aquí, ver esto, no se parece en nada a lo que me<br />

enseñaron en las clases de Historia: pilotos sonrientes con el pulgar levantado, gente que vitoreaba en las<br />

fronteras porque al fin estábamos a salvo, casas incineradas limpiamente, sin desorden, como si<br />

simplemente fueran borradas de una pantalla de ordenador. En los libros de Historia no había gente que<br />

viviera en aquellas casas: eran solo sombras, espectros, seres irreales. Pero a medida que Álex y yo<br />

caminamos de la mano por la carretera bombardeada, comprendo que no fue así en absoluto. Hubo caos y<br />

gritos y sangre y olor a carne quemada. Había gente: gente de pie y gente que comía, que hablaba por<br />

teléfono, que freía huevos o cantaba en la ducha. Me abruma la tristeza por todo lo que se perdió, y me<br />

lleno de odio hacia los que provocaron todo eso. Mi gente, o al menos quienes eran mi gente. Ya no sé<br />

quién soy, adónde pertenezco.<br />

Aunque eso no es del todo cierto. Álex. Sé que yo soy de Álex.<br />

Un poco más arriba, en la colina, nos encontramos una elegante casa blanca en mitad de un campo.<br />

Por alguna razón, escapó sin daños al bombardeo y, aparte de una contraventana que se ha soltado y<br />

cuelga en un ángulo extraño bamboleándose ligeramente por el viento, es como cualquier casa de<br />

Portland. Aquí parece pequeña y fuera de lugar, en medio de todo ese vacío, rodeada por la metralla de<br />

los vecinos desintegrados. Es como un cordero solitario que se ha perdido en un prado ajeno.<br />

—¿Vive alguien ahí ahora? —le pregunto.<br />

—A veces la gente la ocupa, cuando llueve o hiela. Pero solo los errantes, los inválidos que van todo<br />

el tiempo de un lado a otro —dice haciendo una brevísima pausa antes de decir «inválidos», torciendo el<br />

gesto como si la palabra le supiera mal—. En general, nos mantenemos alejados de aquí. La gente dice<br />

que los bombarderos podrían volver para rematar el trabajo. Pero en realidad es un asunto de<br />

superstición. Piensan que la casa trae mala suerte. Aunque la han vaciado completamente: camas, mantas,<br />

ropa, todo. De aquí saqué mis platos —añade con una sonrisa forzada.<br />

Hace algún tiempo me contó que tenía un sitio propio en la Tierra Salvaje, pero cuando le pedí más<br />

detalles, se cerró en banda y me dijo que esperara. Todavía me resulta raro pensar que la gente que vive<br />

aquí, en medio de esta inmensidad, necesita platos y mantas y otras cosas normales.<br />

—Por aquí.<br />

Me saca de la carretera y me lleva de nuevo hacia los bosques. La verdad es que me alegro de volver<br />

a los árboles. Se percibía una extraña pesadumbre en aquel espacio abierto, con la casa solitaria, el<br />

camión oxidado y los edificios destruidos, una herida abierta en la superficie del mundo.<br />

Esta vez seguimos un sendero bastante transitado. Los troncos siguen teniendo marcas azules a<br />

intervalos, pero no parece que Álex tenga que orientarse por ellas. Caminamos ligeros, el delante y yo<br />

detrás. Los árboles no son tan ásperos en esta zona y alguien ha debido de arrancar la maleza, así que es

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