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Y así, de pronto, hemos llegado a la alambrada. Álex salta y, por un momento, se detiene en el aire.<br />
Quiero gritar: «¡Párate! ¡Párate!». Me imagino el crujido y el chisporroteo cuando su cuerpo reciba<br />
cincuenta mil voltios de electricidad, pero entonces aterriza en la valla, que se mece silenciosa, muerta y<br />
fría, como él dijo.<br />
Yo tendría que subir después de él, pero no puedo. Todavía no. Me invade un sentimiento de asombro<br />
que hace retroceder al miedo poco a poco. La alambrada fronteriza me ha inspirado pánico desde que era<br />
una cría. Nunca me he acercado a menos de un metro. Se nos ha advertido que no lo hagamos, nos han<br />
machacado con ello. Nos dijeron que nos freiríamos, nos dijeron que la valla haría que nuestro corazón<br />
se volviera loco, que nos mataría al momento.<br />
Entonces extiendo el brazo y engancho la mano en ella, paso los dedos por encima. Muerta, fría e<br />
inofensiva: es del mismo tipo que la usada en Portland para los parques infantiles y los patios escolares.<br />
En ese segundo realmente me doy cuenta de lo profundas y complejas que son las mentiras que, como<br />
alcantarillas, vertebran la ciudad recorriéndolo todo, llenándola de hedor: un lugar construido y<br />
enjaulado dentro de un perímetro de falsedades.<br />
Álex es un escalador rápido, ya ha llegado a la mitad de la valla. Mira por encima del hombro y ve<br />
que sigo allí de pie, como una idiota, sin moverme. Me hace un gesto con la cabeza, como preguntando:<br />
«¿Qué haces?».<br />
Vuelvo a poner la mano en la alambrada y al momento la retiro otra vez. De repente me recorre una<br />
descarga, pero no tiene que ver con el voltaje que debería estar circulando por ahí. Se me acaba de<br />
ocurrir una cosa.<br />
Han mentido sobre todo: sobre la valla, sobre la existencia de los inválidos, sobre un millón de cosas<br />
más. Nos han dicho que las redadas se llevaban a cabo por nuestra propia protección. Nos dijeron que a<br />
los reguladores solo les interesaba mantener la paz.<br />
Nos dijeron que el amor era una enfermedad. Nos dijeron que acabaría matándonos.<br />
Por primera vez me doy cuenta de que esto, también, podría ser una mentira.<br />
Álex se mece con cuidado de un lado a otro, con lo que la alambrada se mueve un poco. Miro hacia<br />
arriba y me vuelve a hacer un gesto. Aquí corremos peligro. Alzo el brazo, agarro la valla y comienzo a<br />
escalar. Estar ahí subidos es incluso peor que estar corriendo por la gravilla. Al menos allí teníamos más<br />
control, podríamos haber visto si algún guardia estaba patrullando, podríamos haber regresado a la cala<br />
con la esperanza de refugiarnos en la oscuridad y los árboles. Una pequeña esperanza, pero esperanza al<br />
fin y al cabo. Aquí estamos de espaldas a las garitas, y siento que soy un gigantesco objetivo móvil con<br />
un letrero en la espalda que dice: DISPÁRAME.<br />
Álex llega arriba antes que yo y le veo abrirse paso lenta y laboriosamente, entre las curvas de<br />
alambre de espino. Consigue pasar y baja con cuidado por el otro lado, descendiendo unos pocos metros<br />
y haciendo una pausa para esperarme. Sigo sus movimientos al milímetro. Estoy temblando por el miedo<br />
y el cansancio, pero consigo pasar por encima de la valla y enseguida bajo por el otro lado. Mis pies<br />
tocan el suelo. Álex me toma de la mano y me lleva rápidamente hacia los bosques, lejos de la frontera.<br />
Hacia la Tierra Salvaje.