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contra el sol. Yo intentaba gritar para avisarla, intentaba alzar los brazos y hacerle señales para que<br />
retrocediera, para que se alejara del saliente; pero cuanto más luchaba, más me arrastraba y me retenía el<br />
agua, como si fuera pegamento. Sentía los brazos inmovilizados por la fuerza del océano y mi garganta<br />
llena de líquido que taponaba las palabras. Y mientras tanto, la arena se acumulaba a mí alrededor como<br />
la nieve, y yo sabía que en cualquier segundo ella caería y se rompería la cabeza en las recortadas rocas<br />
que sobresalían del agua como uñas afiladas.<br />
Y entonces ella caía y caía, un punto negro que se hacía cada vez más grande contra el cielo<br />
resplandeciente, y yo intentaba gritar pero no podía, y a medida que la figura se acercaba me daba cuenta<br />
de que no era mi madre quien se dirigía irremediablemente hacia las rocas.<br />
Era Álex.<br />
Y entonces me desperté.<br />
Por fin me pongo de pie, un poco mareada, procurando ignorar el sentimiento de temor que me<br />
invade. Me acerco despacio, a tientas, hasta la ventana y me siento aliviada cuando estoy fuera, aunque<br />
salir es peligroso. Al menos sopla un poco de brisa. El ambiente de la casa era sofocante.<br />
Cuando llego a Back Cove, Álex ya me está esperando. Está en cuclillas bajo un grupo de árboles,<br />
cerca del viejo aparcamiento. Se ha escondido tan bien que casi tropiezo con él. Alza un brazo y me hace<br />
agacharme a su lado. A la luz de la luna, sus ojos parecen brillar como los de un gato.<br />
En silencio hace un gesto hacia el otro lado de la ensenada, la fila de luces que parpadean justo antes<br />
de la frontera: las garitas de los guardias. Desde lejos parece una línea de brillantes farolillos blancos<br />
colocados para un picnic a medianoche, casi alegres. Seis metros más allá de los puntos de seguridad se<br />
encuentra la alambrada, y más allá, la Tierra Salvaje. Nunca me había parecido tan extraña como en este<br />
momento, con sus árboles agitándose y meciéndose en el viento. Me alegro de que Álex y yo hayamos<br />
decidido no hablar hasta llegar al otro lado. Tengo un nudo en la garganta que me hace difícil respirar,<br />
así que resulta imposible decir nada.<br />
Cruzaremos por el final del puente de Tukey, en el extremo noreste de la cala: si fuéramos nadando,<br />
sería una diagonal directa desde el punto de encuentro. Álex me aprieta la mano tres veces. Es la señal<br />
para ponernos en movimiento.<br />
Le sigo mientras bordeamos el perímetro de la ensenada, con cuidado de evitar la marisma; en<br />
apariencia parece hierba, sobre todo en la oscuridad, pero si la pisas te puedes hundir hasta la rodilla<br />
antes de darte cuenta. Álex corre desde una sombra a otra, moviéndose sin ruido entre la maleza. En<br />
ciertos lugares parece desvanecerse por completo ante mis ojos, fundirse con la oscuridad.<br />
Mientras seguimos la curva en dirección al norte de la cala, comenzamos a ver con más claridad las<br />
garitas de vigilancia; ya parecen edificios reales, casetas bajas hechas de hormigón y cristal a prueba de<br />
balas.<br />
Me pican las manos por el sudor, y el nudo de la garganta se ha hecho tan fuerte que siento que me<br />
estrangula. En ese momento me doy cuenta de lo estúpido que es nuestro plan. Hay cien, mil cosas que<br />
podrían ir mal. El guardia de la veintiuno podría no haberse tomado el café todavía, o quizá sí, pero no<br />
en cantidad suficiente para quedarse noqueado, o puede que el valium todavía no le haya hecho efecto. E<br />
incluso si está dormido, Álex podría haberse equivocado sobre los trozos de la valla que no están<br />
electrificados, o quizá los encargados municipales aumenten el suministro eléctrico de las vallas durante<br />
la noche.