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Le sigo por una serie de pasillos sinuosos. La sensación de quietud y de paz que he tenido en el patio<br />
se ve sustituida casi al momento por un miedo tan agudo como una cuchilla dirigida directamente al<br />
centro de mi alma, que penetra más y más hasta que apenas puedo respirar ni seguir caminando, en<br />
algunos momentos, los aullidos se hacen más fuertes, desquiciados, y me tengo que tapar las orejas; luego<br />
se van amortiguando de nuevo. En algún momento nos cruzamos con un hombre que lleva una larga bata<br />
blanca de laboratorio, manchada con lo que parece sangre. Lleva a un paciente sujeto con una correa.<br />
Ninguno de los dos nos mira al pasar.<br />
Damos tantas vueltas y giros que empiezo a preguntarme si Álex se ha perdido, sobre todo porque los<br />
pasillos se hacen más sucios y las luces del techo van escaseando. Al cabo de un rato, caminamos entre<br />
la penumbra, con solo una bombilla encendida cada seis metros de pasillo. A intervalos, se encienden en<br />
la oscuridad letreros de neón que parecen surgir del vacío: PABELLÓN 1, PABELLÓN 2, PABELLÓN<br />
3, PABELLÓN 4. Pero Álex sigue adelante. Cuando pasamos el pasillo que lleva al pabellón 5, le llamo,<br />
convencida de que se ha confundido o se ha equivocado de camino.<br />
—Álex —digo; pero según empiezo a hablar, la palabra se me estrangula en la garganta. Acabamos<br />
de llegar a una pesada puerta doble marcada con un letrero iluminado tan débilmente que apenas puedo<br />
leerlo. Y sin embargo, parece lucir con tanta fuerza como mil soles.<br />
Álex se vuelve y, para mi sorpresa, su cara no está serena en absoluto. Le tiembla la mandíbula y sus<br />
ojos están llenos de dolor; sé que se odia a sí mismo por estar aquí, por ser él quien me lo dice, por ser<br />
él quien me lo muestra.<br />
—Lo siento, Lena —dice. Por encima de su cabeza, veo el letrero que reluce en la oscuridad:<br />
PABELLÓN 6.