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Delirium

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—Aire —consigo decir—. Es el aire de aquí.<br />

Frank vuelve a soltar una carcajada desagradable y burlona.<br />

—Pues si te crees que aquí huele mal —dice—, que sepas que esto es un paraíso comparado con las<br />

celdas.<br />

Parece encontrar placer en lo que dice, y me recuerda un debate que mantuve hace algunas semanas<br />

con Álex, en que él atacaba la utilidad de la cura. Yo decía que sin amor tampoco había odio, y sin odio<br />

no había violencia. «El odio no es lo más peligroso», dijo él. «Es la indiferencia».<br />

Álex comienza a hablar. Su voz es baja y mantiene el tono natural, pero por debajo hay un trasfondo<br />

persuasivo; es el tipo de voz que los vendedores callejeros usan cuando intentan que les compres una<br />

caja de fruta magullada o un juguete roto. «No pasa nada, te hago un buen precio, no hay problema, confía<br />

en mí».<br />

—Escucha, déjanos entrar solo un minuto. No me hace falta más: un minuto. Ya ves que tienes más<br />

miedo que vergüenza. He tenido que venir hasta aquí solo para esto, a pesar de que era mi día libre.<br />

Tenía pensado ir al embarcadero a ver si pescaba algo. El caso es que si la llevo a casa y no se ha<br />

enderezado… Bueno, ya sabes, lo más probable es que me toque volver otra vez. Y solo me quedan un<br />

par de días libres, y el verano casi se ha acabado.<br />

—¿Y por qué tanto lío?— dice Frank moviendo la cabeza hacia mí—. Si está causando problemas,<br />

hay una forma sencilla de arreglarla.<br />

Álex sonríe forzadamente.<br />

—Su padre es Steven Jones, comisionado de los laboratorios. No quiere una intervención anticipada;<br />

no quiere problemas, ni violencia, ni movidas. Mala publicidad, ya sabes.<br />

Es una mentira audaz. Frank podría pedir que le enseñe mi identificación, y entonces Álex y yo<br />

restaríamos fastidiados. No sé cuál será el castigo por infiltrarse en las Criptas con falsos pretextos, pero<br />

dudo que sea leve.<br />

Por primera vez, Frank parece interesado en mí. Me mira de arriba abajo como si tuviera un pomelo<br />

que está examinando en el supermercado para ver si está maduro, y por un momento no dice nada.<br />

Luego, por fin, se pone de pie echándose el arma al hombro.<br />

—Venga —dice—. Cinco minutos.<br />

Se acerca a la puerta, teclea un código y posa la mano en una especie de pantalla de huelas dactilares.<br />

Cuando acaba, Álex me toma del codo.<br />

—Vamos.<br />

Me habla con voz irritada, como si mi pequeño ataque le hubiera hecho impaciente. Pero su toque es<br />

tierno y su mano resulta cálida y reconfortante. Ojalá pudiera dejarla donde está; pero solo un segundo<br />

después, me vuelve a soltar: «Sé fuerte. Casi estamos, aguanto solo un poco más».<br />

Los cerrojos de la puerta se abren con un chasquido. Frank apoya el hombro, empuja con fuerza y la<br />

puerta se abre apenas lo justo para que accedamos al pasillo que hay más allá. Álex pasa primero, luego<br />

yo, y por último Frank. El pasaje es tan estrecho que tenemos que avanzar en fila india y está aún más<br />

oscuro que el resto de las Criptas.<br />

Pero el olor es lo que realmente me impacta: un hedor asqueroso, pestilente, putrefacto, como los<br />

contenedores de la bahía —el lugar donde se tiran todas las tripas de pescado— es un día caluroso.<br />

Hasta Álex maldice y tose, tapándose la nariz con la mano.

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