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Delirium

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poniendo colorada, así que bajo la mirada, dejo caer el calzado y le doy la vuelta con el pie.<br />

—Te dije que vendría, ¿no?<br />

No quería que las palabras sonaran tan severas y hago una mueca de dolor, maldiciéndome<br />

mentalmente. Es como si tuviera un filtro instalado en el cerebro, solo que en vez de mejorar la calidad<br />

de lo que pasa por él, lo retuerce todo de forma que lo que sale de mi boca es totalmente inadecuado,<br />

completamente distinto de lo que yo quería decir.<br />

Por suerte, Álex se ríe.<br />

—Solo quería decir que la última vez me diste plantón —explica. Señala hacia la arena con la cabeza<br />

—. ¿Nos sentamos?<br />

—Claro —respondo aliviada.<br />

En cuanto estamos sentados en la arena, me siento mucho más cómoda. Hay menos posibilidades de<br />

caerse o de hacer algo estúpido. Levanto las piernas hasta el pecho y apoyo el mentón en las rodillas.<br />

Álex deja un metro de distancia entre nosotros.<br />

Nos quedamos sentados en silencio durante algunos minutos. Al principio busco desesperadamente<br />

algo que decir. Cada latido de silencio se extiende hasta parecer una eternidad, y estoy segura de que<br />

Álex debe de pensar que soy muda. Pero luego saca una concha que estaba medio enterrada en la arena y<br />

la lanza al océano, y me doy cuenta de que él no está incómodo en absoluto. Así que me tranquilizo.<br />

Incluso agradezco el silencio.<br />

A veces siento que si uno observa las cosas, si se sienta quieto y deja que todo exista frente a él, el<br />

tiempo se detiene por un instante y el mundo se congela a medio giro. Solo por un instante. Y si de algún<br />

modo uno es capaz de vivir en ese segundo, puede vivir para siempre.<br />

—Está bajando la marea —comenta Álex.<br />

Lanza otra concha trazando un arco muy grande y consigue que llegue hasta la orilla.<br />

—Lo sé.<br />

El océano va dejando a su paso un rastro de desperdicios formado por algas verdes carnosas, ramitas<br />

y cangrejos ermitaños que escarban en la arena. El aire huele fuerte a sal y a pescado. Una gaviota<br />

recorre la playa picoteando aquí y allá, pestañeando y dejando pequeñas huellas como de alambre.<br />

—Mi madre me traía mucho aquí cuando era pequeña. Durante la marea baja paseábamos junto a la<br />

orilla un poco, lo que se podía, vaya. En la arena se quedan varados todo tipo de animales marinos:<br />

cangrejos cacerola, almejas gigantes y anémonas de mar. Todo lo que queda atrás cuando el agua<br />

retrocede. También me enseñó a nadar aquí —no sé por qué las palabras me salen a borbotones, por qué<br />

de repente siento la necesidad de hablar—. Mi hermana se quedaba en la orilla y construía castillos de<br />

arena, y fingíamos que eran ciudades de verdad, como si hubiéramos llegado nadando hasta el otro lado<br />

del mundo, hasta los lugares en los que no existía la cura.<br />

Solo que en nuestros juegos no estaban contaminados para nada, ni destrozados, ni feos. Eran lugares<br />

hermosos y pacíficos, hechos de cristal y luz.<br />

Álex sigue callado, trazando formas en la arena con el dedo. Pero sé que está escuchando.<br />

Las palabras salen atropellándose.<br />

—Recuerdo que mi madre me subía y me bajaba en el agua, sosteniéndome por la cintura. Y una vez<br />

me soltó. Bueno, en realidad yo llevaba aquellas cosas hinchables en los brazos. Pero me asusté tanto que<br />

empecé a berrear como una descosida. Era pequeñísima, pero aún me acuerdo, te lo juro. Sentí un alivio

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