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Revista Quid 55

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Más allá del Principio del Placer<br />

Opinión<br />

Por Lic. Gabriel Rolón<br />

14<br />

En el comienzo de sus construcciones<br />

teóricas, Sigmund Freud sostiene que la<br />

psiquis tiende a la homeostasis, es decir,<br />

a un cierto equilibrio. Habría, entonces,<br />

sólo una cantidad de excitación (monto<br />

de afecto, o ansiedad) que podemos tolerar<br />

sin experimentar displacer. Supongamos,<br />

a modo de ejemplo, que el rango<br />

fuera de cero a uno. Pues bien, por debajo<br />

de cero no tendríamos energía para<br />

hacer nada y entraríamos en un cuadro<br />

parecido a la depresión, pero por encima<br />

de uno, la cantidad de ansiedad aumentaría<br />

tanto que experimentaríamos una<br />

sensación de dolor; de allí que la tendencia<br />

de la psiquis sea siempre la de mantener<br />

estable ese rango y, cuando algo nos<br />

hace superar la barrera de lo tolerable,<br />

nuestro aparato psíquico intentará bajar<br />

esa ansiedad de cualquier manera; algunos<br />

llorarán, otros patearán puertas, los<br />

más sanos buscarán un modo creativo de<br />

canalizar tanta tensión.<br />

Pero ¿por qué habría que ponerle un<br />

límite al placer? ¿Por qué no podemos<br />

avanzar hacia un disfrute desmesurado?<br />

Porque lo que el psicoanálisis descubre es<br />

que más placer no es placer, sino dolor.<br />

Los griegos castigaban la desmesura, la<br />

hybris, y la clínica muestra que cuando<br />

alguien avanza hacia el más allá del principio<br />

del placer, lo que encuentra es el<br />

goce tanático del sufrimiento.<br />

Desear es aquello que nos hace humanos.<br />

Pero, como estaba escrito en la<br />

entrada del Oráculo de Delfos: “nada en<br />

demasía”, porque en tanto que el deseo<br />

nos permite armar proyectos, soñar y<br />

enamorarnos, el más allá nos arroja al<br />

sinsentido y a la destrucción.<br />

Honoré de Balzac imaginó una historia.<br />

Un hombre, Raphael de Valentín, adquiere<br />

una piel de zapa que concede<br />

deseos. Gracias a este talismán consigue<br />

todo aquello que quiere, hasta que<br />

entiende que es algo innecesario, que<br />

sólo necesita para ser feliz el amor de<br />

Pauline, una joven de la que se había<br />

enamorado en una pensión cuando era<br />

muy pobre. Pero el talismán conlleva una<br />

condena; con cada deseo que Valentín<br />

tiene y logra, se achica, y al consumirse<br />

por completo se llevará consigo su vida.<br />

El joven, entonces, se encierra en su casa<br />

e intenta abstraerse de todo deseo para<br />

evitar que la piel se consuma, pero cae<br />

en la cuenta de una verdad: es imposible<br />

dejar de desear, y cada anhelo lo acerca a<br />

la muerte.<br />

Me abstengo de contar el final para que<br />

los lectores vayan a esa inmensa obra<br />

que es La piel de zapa, pero me permito<br />

una reflexión: la vida es antes que nada,<br />

deseo; pero debemos cuidarnos de no<br />

intentar ir más allá porque, como dijo<br />

Georges Bataille, “el impulso del amor<br />

llevado hasta el extremo, es impulso de<br />

muerte”<br />

Escena de la película La piel de zapa, de Alain Berliner (2010).

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