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Revista Quid 55

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Unidos que hizo una fortuna en la década del 90 como corredor de<br />

valores en Wall Street. Su carrera ascendente desde la nada misma<br />

hasta dominar el panorama de las finanzas no estuvo exenta de<br />

engaños y formas de evitar la legalidad. Más allá de la historia en<br />

sí y su verosimilitud, lo que importa es el lugar que se le atribuye a<br />

las drogas en el film. En efecto, si hay algo esencialmente rutilante<br />

en el film de Scorsese es justamente el carácter determinante del<br />

exceso tanto de la puesta en escena como en las conductas de los<br />

personajes. El lobo de Wall Street es una película cuya forma reproduce<br />

una física de los excesos químicos.<br />

La primera vez que Belfort prueba una droga blanda es un pasaje<br />

particularmente destacable: él y un nuevo amigo, y próxima mano<br />

derecha en su futuro empresarial, se encierran en una cabina y<br />

fuman. Lo que sucede con Di Caprio poco tiene que ver con lo<br />

que sucederá luego, cuando literalmente se convierta en un adicto<br />

las 24 horas del día. En ese primer momento, tomar una sustancia<br />

tiene un sentido improductivo, en el que la experiencia se define<br />

solamente por una alteración de la percepción. Se trata del placer<br />

en tanto que forma de mirar y estar en el mundo descentrado<br />

respecto del sentido común. Esta opción ociosa de la ingesta de<br />

sustancia, lógicamente, no goza de buena publicidad entre los<br />

pastores de la moral. Hay aquí una preocupación en sintonía con<br />

los placeres corporales. Tanto el sexo como esta modalidad de<br />

experiencia suelen caer bajo sospecha debido a que en ciertas<br />

dosis y éxtasis el centro de la identidad se destituye momentáneamente,<br />

como si se tratara de una constatación de que un accidente<br />

químico pudiera modificar el núcleo fuerte de la identidad. Es<br />

una reacción frecuente frente a la plasticidad de la identidad, tal<br />

vez llevada por una intuición metafísica según la cual ese tipo de<br />

experimentos se ve como una amenaza, ya que pondría en juego<br />

viejas creencias que sostienen el edificio conceptual de lo que<br />

entendemos como persona. Es hora de decirlo: en el tema de los<br />

excesos y los vicios es siempre fundamental establecer un giro<br />

anticopernicano. El problema nunca está del lado de las sustancias<br />

elegidas, ni siquiera de las más bravas y adictivas, sino del sujeto.<br />

Ninguna sustancia, ninguna acrobacia sexual están mancilladas por<br />

naturaleza. Por alguna razón es más sencillo ordenar interdicciones<br />

y preceptos que enseñar al sujeto a producir en él un hábito<br />

de regulación de sus placeres, en donde justamente se trabajaría<br />

respecto del exceso entendiéndolo como una forma de pérdida de<br />

la libertad o agresión directa a su autonomía. Dicho llanamente:<br />

no importa qué, sino cuánto.<br />

No es esto, de todos modos, lo que le importa a Scorsese en El<br />

lobo de Wall Street. Lo más interesante de su película se cifra en<br />

su velocidad narrativa, que parece estar dictaminada por las ondas<br />

cerebrales de Belfort. El movimiento veloz del relato se explica<br />

por una suerte de mimesis perversa con la perspectiva de los personajes.<br />

Esto desempolva una conexión ontológica entre la cocaína<br />

y otras drogas fuertes y la subjetividad capitalista. Es que la cuestión<br />

no estriba sólo en ver cómo se vitaliza químicamente una exigencia<br />

de productividad permanente de riquezas en la timba del<br />

mercado financiero, sino en visualizar el correlato inmediato entre<br />

consumir y acumular. De lo que se trata en El lobo de Wall Street<br />

es de palpar bestialmente una constitución subjetiva estructurada<br />

en una pasión irrefrenable por consumir inmuebles, cuerpos, sustancias,<br />

de lo que se predica que el capitalismo como estilo de vida<br />

(y también como sistema económico) opera como un cocainómano.<br />

El personaje conceptual del capitalismo es el adicto.<br />

Pero ¿cómo filmar a los viciosos? ¿Cómo filmar a los otros adictos,<br />

a ese ejército de sujetos olvidados, despojos excedentes de los excesos<br />

de un sistema? Una de las películas recientes más extrañas<br />

se titula Navajazo (2014), de Ricardo Silva. La película empezó a<br />

conocerse un poco en FICUNAM, el festival internacional de cine<br />

de la UNAM en México, y posteriormente ganó el premio más importante<br />

de la competencia denominada “Cineastas del presente”<br />

en el festival de Locarno.<br />

Silva se instala en la zona fronteriza en Tijuana, territorio emblemático<br />

en materia migratoria. Es desde allí donde miles de mexicanos<br />

intentan infiltrase en los Estados Unidos. Pero a Silva no le<br />

interesa en lo más mínimo el flujo migratorio ilegal, sino más que<br />

nada captar a los hombres y mujeres de ambos países que quedan<br />

en un limbo, en una zona que no está en ningún lado. Así, adictos,<br />

pornógrafos, profetas satánicos, un coleccionista de juguetes, entre<br />

otros, pueblan las historias mínimas de Navajazo, que se concibe<br />

como un film apocalíptico. Sin duda, se trata de un documental<br />

heterodoxo en el que se introducen procedimientos de ficción, a<br />

tal punto que no se sabe exactamente en dónde se establecen los<br />

límites de esos dos modos de representación.<br />

Silva, quien logra neutralizar el peligro de estetizar la miseria,<br />

compone un registro sucio y de poca resolución (lo que no implica<br />

que no exista un cuidado en el registro) y conjura la gran tentación<br />

(mexicana) de regocijarse en la sordidez, presenta a una amorosa<br />

comunidad de sobrevivientes que son el excedente indeseado<br />

de todo un sistema de consumo permanente que define el intercambio<br />

económico entre las dos naciones fronterizas. Ellos son,<br />

literalmente, el pus de un sistema de consumo infinito, los cuerpos<br />

expulsados por no entrar en el intercambio.<br />

Si Navajazo es el contracampo de un sistema, Qué duro es ser<br />

un Dios (2013), del recientemente fallecido Aleksei German,<br />

es directamente la representación del contraplano integral de<br />

nuestra civilización, la expresión aciaga de todas nuestras formas<br />

de vida. El plano general sobre una aldea nevada remite a un<br />

paisaje reconocible, lo que viene después –algo que una voz en<br />

off advierte con gentileza– es el ingreso a un planeta desconocido<br />

con ochocientos años de retraso respecto del nuestro, en el que<br />

treinta científicos de la Tierra están de incógnitos, observan y no<br />

pueden intervenir sobre el curso de los acontecimientos. Uno de<br />

ellos se llama Don Rumata, quien para los alienígenas de Arkanar<br />

quizás se trate del descendiente de un dios pagano. Mientras esta<br />

encarnación de superhombre busca a un sabio conocido como Dr.<br />

Budakh para salvarlo de las hordas que quemaron las universidades,<br />

se va develando un mundo devastado en el que predominan la<br />

voluntad de poder, la miseria y lo ominoso.<br />

Basado en una novela de los hermanos Strugatski, este film póstumo<br />

de German, que le llevó más de catorce años de rodaje y producción,<br />

es un prodigio sobre cómo filmar el espacio y contraerlo<br />

para expresar una forma de claustrofobia metafísica. El gran efecto<br />

especial reside en cómo entes y objetos proliferan en el campo visual,<br />

al tiempo que despunta un universo con otras reglas.<br />

El gran rechazo que genera esta obra maestra de German se centra<br />

en la constante presencia de abscesos y los medios de supuración:<br />

los mocos del protagonista, la sangre de los combatientes y<br />

sirvientes, la exposición de todos los orificios del cuerpo humano,<br />

las vísceras y los órganos internos de los ajusticiados. Hay una sensación,<br />

gestionada por la puesta en escena, por la que este planeta<br />

atrasado parece haber surgido del barro y, en el mejor de los casos,<br />

de un chiquero cósmico. Es como si German hubiera filmado un<br />

planeta y toda una civilización cuya composición original proviniera<br />

de esas aguas hervidas que los caminantes de la ciudad preferían<br />

ignorar. Este film inmenso y molesto bien podría concebirse<br />

como el inconsciente expuesto de nuestra humanidad exangüe<br />

* CRÍTICO DE CINE de La voz del interior, Córdoba. Publicó El inconsciente de las<br />

películas, ed. Brujas. Programador del Festival de Cine de Hamburgo.<br />

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