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Revista Quid 55

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sólo una. La corrección exhaustiva provenía<br />

de su afán por “la palabra justa”, pero<br />

también del exceso de escritura en busca<br />

del objeto de su trama.<br />

Como si la lengua misma se embriagase<br />

con la tinta que le daba curso.<br />

En ocasiones –cuenta Flaubert en su<br />

correspondencia con Louise Colet–, detenía<br />

su pulido del texto, no ya harto sino<br />

arguyendo: “a veces más vale una buena<br />

verruga que una mala cicatriz”.<br />

En nuestro tiempo y lugar, César Aira<br />

elige seguir adelante, no detenerse, dejar<br />

que el pensamiento encuentre su manera<br />

de escribirse. Casi escribir de más<br />

para llegar a lo acallado, a la abstracción<br />

indiscernible de las cosas. Sin corregir o<br />

apenas.<br />

El “continuo” –su marca literaria registrada–<br />

sería una modalidad del exceso;<br />

si separamos la palabra por su prefijo<br />

(“ex”) podríamos pensar en “lo que deja<br />

de cesar” (ex-ceso), o sea, continúa. César<br />

(sin cesar) Aira corre tras la liebre para<br />

enlazarla con el lenguaje. En su novela La<br />

liebre, publicada en 1991, escribe: “Era<br />

una ocurrencia de las que asoman cien<br />

por día al pensamiento de cualquiera;<br />

sólo había que sostenerla y el continuo<br />

se realizaba… Siempre pasa lo mismo,<br />

dando razón al dicho doméstico ‘todo es<br />

ponerse’”.<br />

En este sentido, el “ponerse” es alimentarse<br />

de lo que aparece. Lo que André<br />

Gide llama, “alimentos terrestres” es<br />

precisamente lo que nos hace sentir vivos,<br />

la lengua como plato principal. En ella,<br />

Gide modula el deseo:<br />

“¡Deseo! te he arrastrado por los caminos,<br />

te he afligido en los campos,<br />

te he saciado en las grandes ciudades,<br />

te he saciado sin apagarte la sed;<br />

te he bañado en las noches llenas de luna,<br />

te he paseado por todas partes,<br />

te he mecido en las olas,<br />

he querido dormirte sobre las aguas…<br />

¡Deseo! ¡Deseo! ¿Qué podría hacerte?<br />

¿Qué quieres? ¿Nunca vas a cansarte?”<br />

La comedia de la sed y la cantina<br />

del exceso<br />

Antes que Gide, y de manera gozosa y<br />

premonitoria, Rimbaud, el poeta “iluminado”,<br />

escribe en 1872 “La comedia de la<br />

sed”. Maravilloso canto al rebasamiento,<br />

el poeta elije la comedia de lo que no al-<br />

canza, de las ganas impetuosas, antes que<br />

el drama de lo insaciable. En una de sus<br />

estrofas, escribe:<br />

“No, ya basta de esas bebidas puras<br />

de esas flores de agua para vasos<br />

Ni leyendas, ni figuras<br />

me quitan la sed.<br />

Coplero, tu ahijada<br />

es mi sed excesiva<br />

Hidra íntima sin fauces<br />

que socava y devasta.<br />

(…) Amigos, ¿qué es la embriaguez?”<br />

Más allá del lenguaje como bebida de<br />

sentido, también la bebida es un tema literario,<br />

siendo el alcohol su principal sustento.<br />

Hay clásicas novelas etílicas, como<br />

La leyenda del santo bebedor, de Joseph<br />

Roth o, más cercana a nosotros, El que<br />

tiene sed, de Abelardo Castillo. Pero en<br />

su poema Rimbaud hace referencia a una<br />

bebida muy particular, que fue prohibida<br />

por sus efectos, portando sin embargo<br />

el nombre de la diosa de la noche (y de<br />

la virginidad): artemisa absinthium. Se<br />

trata de la absenta, derivado del ajenjo<br />

tan presente en nuestra tanguería. En<br />

la mitología griega, Artemisa era hija de<br />

Zeus y Leto, hermana melliza de Apolo.<br />

Diosa salvaje y al mismo tiempo virgen, la<br />

voluptuosidad le venía de adentro.<br />

Durante más de cien años la absenta<br />

–por sus atisbos dionisíacos y alteraciones<br />

psíquicas– fue prohibida en Europa<br />

y en la Argentina de principio del siglo<br />

XX. Desde hace un tiempo recobró su<br />

libertad y furor… y verdor: la llaman “El<br />

hada verde” (diosa que devino hada). Esta<br />

bebida color esmeralda, de efluvios amargos<br />

y excéntricos, aún conserva el tufillo<br />

de “trago maldito”. Quizá porque fue la<br />

ambrosía buscada de bohemios y artistas<br />

en el siglo XIX (también comediantes<br />

de la sed), como Van Gogh, Manet,<br />

Verlaine, Matisse, Toulouse-Lautrec,<br />

Baudelaire o Hemingway. Le decían, de<br />

manera socarrona y altanera, “La reina<br />

de los bulevares”. La absentia fue creada<br />

por un médico llamado Pierre Ordinaire<br />

a fines del siglo XVIII. Vaya invento<br />

que redime al nombre de su creador: su<br />

poción virtuosa se convirtió en la bebida<br />

extraordinaria del siglo siguiente. Se trata<br />

de un licor elaborado en base al ajenjo,<br />

hierba amarga con gran poder antiséptico,<br />

que se utilizaba como conservante. Se<br />

la solía mezclar con angélica, coriandro,<br />

anís y azúcar, para moderar su amargura.<br />

Lo que animaba a Rimbaud, más que su<br />

sabor, era su efecto, propio de la “tujona”,<br />

un aceite esencial del ajenjo con alto poder<br />

excitante (y convulsionante), según la<br />

graduación alcohólica que podía oscilar<br />

entre los <strong>55</strong> y 90 grados.<br />

Otra bebida “caída de los cielos” es el<br />

mezcal. Esta no proviene del panteón<br />

de los dioses, sino de un mítico rayo que<br />

fulminó la planta exhibiendo sus propiedades.<br />

En la tremenda y genial novela<br />

de Malcolm Lowry, Bajo el volcán, el<br />

cielo alterna con las llamas del infierno.<br />

El protagonista –y álter ego de Lowry–,<br />

el cónsul Geoffrey Firmin se aferra al<br />

mezcal como si fuera el tallo líquido de<br />

su vida. No puede lidiar con el intervalo<br />

entre un trago y el siguiente –excederse<br />

podría ser simplemente eso, pasarse, no<br />

poder esperar–. Firmin permanece en<br />

la cantina, “Palacio del exceso”, libando<br />

ardiente mezcal hasta la madrugada. Así<br />

describe su entrega (o perdición): “Qué<br />

belleza puede compararse con la de una<br />

cantina en las primeras horas de la mañana…<br />

porque ni las mismas puertas del<br />

cielo que se abrieran de par en par para<br />

recibirme podrían llenarme de un gozo<br />

celestial tan complejo y desesperanzado<br />

como el que me produce la persiana<br />

de hierro que se enrolla con estruendo,<br />

como el que me dan las puertas sin candado<br />

que giran en sus goznes para admitir<br />

a aquellos cuyas almas se estremecen con<br />

las bebidas que llevan con mano trémula<br />

hasta sus labios. Todos los misterios, todas<br />

las esperanzas, todos los desengaños, sí,<br />

todos los desastres existen aquí detrás de<br />

estas puertas que se mecen”. Lowry narra<br />

un descenso a los infiernos el Día de<br />

todos los muertos de 1938, en tiempos en<br />

que Cárdenas nacionalizó el petróleo. El<br />

oro negro es el líquido de fondo…<br />

Pero en el fondo –del vaso, del ánimo, del<br />

tiempo– yace un amor perdido o a punto<br />

de estarlo. Marguerite Yourcenar, en su<br />

precioso e intenso libro Fuegos de 1967,<br />

aclara el efecto del alcohol –atenuante de<br />

la verdadera embriaguez–: el amor.<br />

Escribe Yourcenar en las primeras páginas:<br />

“El alcohol desembriaga. Después de beber<br />

unos sorbitos de coñac, ya no pienso<br />

en ti”.<br />

Un vuelta al lenguaje: la ebriedad mayor<br />

es la del sentido, la lengua emborrachada<br />

de amor<br />

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