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sólo una. La corrección exhaustiva provenía<br />
de su afán por “la palabra justa”, pero<br />
también del exceso de escritura en busca<br />
del objeto de su trama.<br />
Como si la lengua misma se embriagase<br />
con la tinta que le daba curso.<br />
En ocasiones –cuenta Flaubert en su<br />
correspondencia con Louise Colet–, detenía<br />
su pulido del texto, no ya harto sino<br />
arguyendo: “a veces más vale una buena<br />
verruga que una mala cicatriz”.<br />
En nuestro tiempo y lugar, César Aira<br />
elige seguir adelante, no detenerse, dejar<br />
que el pensamiento encuentre su manera<br />
de escribirse. Casi escribir de más<br />
para llegar a lo acallado, a la abstracción<br />
indiscernible de las cosas. Sin corregir o<br />
apenas.<br />
El “continuo” –su marca literaria registrada–<br />
sería una modalidad del exceso;<br />
si separamos la palabra por su prefijo<br />
(“ex”) podríamos pensar en “lo que deja<br />
de cesar” (ex-ceso), o sea, continúa. César<br />
(sin cesar) Aira corre tras la liebre para<br />
enlazarla con el lenguaje. En su novela La<br />
liebre, publicada en 1991, escribe: “Era<br />
una ocurrencia de las que asoman cien<br />
por día al pensamiento de cualquiera;<br />
sólo había que sostenerla y el continuo<br />
se realizaba… Siempre pasa lo mismo,<br />
dando razón al dicho doméstico ‘todo es<br />
ponerse’”.<br />
En este sentido, el “ponerse” es alimentarse<br />
de lo que aparece. Lo que André<br />
Gide llama, “alimentos terrestres” es<br />
precisamente lo que nos hace sentir vivos,<br />
la lengua como plato principal. En ella,<br />
Gide modula el deseo:<br />
“¡Deseo! te he arrastrado por los caminos,<br />
te he afligido en los campos,<br />
te he saciado en las grandes ciudades,<br />
te he saciado sin apagarte la sed;<br />
te he bañado en las noches llenas de luna,<br />
te he paseado por todas partes,<br />
te he mecido en las olas,<br />
he querido dormirte sobre las aguas…<br />
¡Deseo! ¡Deseo! ¿Qué podría hacerte?<br />
¿Qué quieres? ¿Nunca vas a cansarte?”<br />
La comedia de la sed y la cantina<br />
del exceso<br />
Antes que Gide, y de manera gozosa y<br />
premonitoria, Rimbaud, el poeta “iluminado”,<br />
escribe en 1872 “La comedia de la<br />
sed”. Maravilloso canto al rebasamiento,<br />
el poeta elije la comedia de lo que no al-<br />
canza, de las ganas impetuosas, antes que<br />
el drama de lo insaciable. En una de sus<br />
estrofas, escribe:<br />
“No, ya basta de esas bebidas puras<br />
de esas flores de agua para vasos<br />
Ni leyendas, ni figuras<br />
me quitan la sed.<br />
Coplero, tu ahijada<br />
es mi sed excesiva<br />
Hidra íntima sin fauces<br />
que socava y devasta.<br />
(…) Amigos, ¿qué es la embriaguez?”<br />
Más allá del lenguaje como bebida de<br />
sentido, también la bebida es un tema literario,<br />
siendo el alcohol su principal sustento.<br />
Hay clásicas novelas etílicas, como<br />
La leyenda del santo bebedor, de Joseph<br />
Roth o, más cercana a nosotros, El que<br />
tiene sed, de Abelardo Castillo. Pero en<br />
su poema Rimbaud hace referencia a una<br />
bebida muy particular, que fue prohibida<br />
por sus efectos, portando sin embargo<br />
el nombre de la diosa de la noche (y de<br />
la virginidad): artemisa absinthium. Se<br />
trata de la absenta, derivado del ajenjo<br />
tan presente en nuestra tanguería. En<br />
la mitología griega, Artemisa era hija de<br />
Zeus y Leto, hermana melliza de Apolo.<br />
Diosa salvaje y al mismo tiempo virgen, la<br />
voluptuosidad le venía de adentro.<br />
Durante más de cien años la absenta<br />
–por sus atisbos dionisíacos y alteraciones<br />
psíquicas– fue prohibida en Europa<br />
y en la Argentina de principio del siglo<br />
XX. Desde hace un tiempo recobró su<br />
libertad y furor… y verdor: la llaman “El<br />
hada verde” (diosa que devino hada). Esta<br />
bebida color esmeralda, de efluvios amargos<br />
y excéntricos, aún conserva el tufillo<br />
de “trago maldito”. Quizá porque fue la<br />
ambrosía buscada de bohemios y artistas<br />
en el siglo XIX (también comediantes<br />
de la sed), como Van Gogh, Manet,<br />
Verlaine, Matisse, Toulouse-Lautrec,<br />
Baudelaire o Hemingway. Le decían, de<br />
manera socarrona y altanera, “La reina<br />
de los bulevares”. La absentia fue creada<br />
por un médico llamado Pierre Ordinaire<br />
a fines del siglo XVIII. Vaya invento<br />
que redime al nombre de su creador: su<br />
poción virtuosa se convirtió en la bebida<br />
extraordinaria del siglo siguiente. Se trata<br />
de un licor elaborado en base al ajenjo,<br />
hierba amarga con gran poder antiséptico,<br />
que se utilizaba como conservante. Se<br />
la solía mezclar con angélica, coriandro,<br />
anís y azúcar, para moderar su amargura.<br />
Lo que animaba a Rimbaud, más que su<br />
sabor, era su efecto, propio de la “tujona”,<br />
un aceite esencial del ajenjo con alto poder<br />
excitante (y convulsionante), según la<br />
graduación alcohólica que podía oscilar<br />
entre los <strong>55</strong> y 90 grados.<br />
Otra bebida “caída de los cielos” es el<br />
mezcal. Esta no proviene del panteón<br />
de los dioses, sino de un mítico rayo que<br />
fulminó la planta exhibiendo sus propiedades.<br />
En la tremenda y genial novela<br />
de Malcolm Lowry, Bajo el volcán, el<br />
cielo alterna con las llamas del infierno.<br />
El protagonista –y álter ego de Lowry–,<br />
el cónsul Geoffrey Firmin se aferra al<br />
mezcal como si fuera el tallo líquido de<br />
su vida. No puede lidiar con el intervalo<br />
entre un trago y el siguiente –excederse<br />
podría ser simplemente eso, pasarse, no<br />
poder esperar–. Firmin permanece en<br />
la cantina, “Palacio del exceso”, libando<br />
ardiente mezcal hasta la madrugada. Así<br />
describe su entrega (o perdición): “Qué<br />
belleza puede compararse con la de una<br />
cantina en las primeras horas de la mañana…<br />
porque ni las mismas puertas del<br />
cielo que se abrieran de par en par para<br />
recibirme podrían llenarme de un gozo<br />
celestial tan complejo y desesperanzado<br />
como el que me produce la persiana<br />
de hierro que se enrolla con estruendo,<br />
como el que me dan las puertas sin candado<br />
que giran en sus goznes para admitir<br />
a aquellos cuyas almas se estremecen con<br />
las bebidas que llevan con mano trémula<br />
hasta sus labios. Todos los misterios, todas<br />
las esperanzas, todos los desengaños, sí,<br />
todos los desastres existen aquí detrás de<br />
estas puertas que se mecen”. Lowry narra<br />
un descenso a los infiernos el Día de<br />
todos los muertos de 1938, en tiempos en<br />
que Cárdenas nacionalizó el petróleo. El<br />
oro negro es el líquido de fondo…<br />
Pero en el fondo –del vaso, del ánimo, del<br />
tiempo– yace un amor perdido o a punto<br />
de estarlo. Marguerite Yourcenar, en su<br />
precioso e intenso libro Fuegos de 1967,<br />
aclara el efecto del alcohol –atenuante de<br />
la verdadera embriaguez–: el amor.<br />
Escribe Yourcenar en las primeras páginas:<br />
“El alcohol desembriaga. Después de beber<br />
unos sorbitos de coñac, ya no pienso<br />
en ti”.<br />
Un vuelta al lenguaje: la ebriedad mayor<br />
es la del sentido, la lengua emborrachada<br />
de amor<br />
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