La Sirena Varada: Año II, Número 14

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14 LA SANGRE EN EL CILICIO Por Jesús Guillén Luna
Desde la pequeña ventana de mi habitación veo al sol entregarse al ocaso detrás de la oscura silueta del campanario. Ocho campanadas replican en el incómodo silencio y parecieran marcar el ritmo con el que una de las monjas limpia el patio. No importa si la hermana ha hecho un gran trabajo, la sangre siempre será difícil de limpiar, pero aunque logre borrarla por completo, quedará en el subconsciente una especie de sombra carmesí como estela en el lugar donde una vida fue arrebatada con violencia. Esta mañana fue encontrado el cadáver de otro monje del convento, el sexto en lo que va del mes. Todos los cuerpos han sido encontrados en diferentes lugares, pero comparten las mismas características: piel desnuda develando las profundas heridas que parecieran hechas con cadenas, y una horripilante marca en el pecho en forma de cruz como estocada final. Nadie en el convento sabe qué ocurre. La policía no tiene ni una sola pista y el miedo asfixia el ambiente. Imagino a las víctimas: los gritos, los llantos, los rostros de agonía y pavor; me desgarra el alma y me hace temblar. La monja se persigna ante la escena del crimen antes de retirarse del patio. A los pocos segundos, los monjes que conforman el coro comienzan a tomar sus posiciones para su práctica de la noche. Ésa es mi señal para preparar mi flagelación. Me adentro en mi austera habitación, guiado por las tenues flamas de las veladoras, intentando ignorar mi reflejo en el espejo de la pared a mi derecha, intentando ignorar las manchas de sangre en la pared a mi izquierda —no puedo recordar si aquellas manchas fueron causadas por mi propia sangre después de flagelarme… o son de alguien más—. Tomo el flagrum del cajón junto a mi cama una vez más y un nudo se forma en mi garganta. Doy media vuelta, suspiro y entrego mi alma al castigo. Mi pálido y débil cuerpo queda al descubierto al quitarme la túnica. Finos hilillos carmesí se dibujan en la piel de mi pierna izquierda, desde el muslo hasta el talón, causados por el cilicio que me castiga. Es difícil quitármelo, no recuerdo desde cuándo está ahí pero da la impresión de que el inmisericorde acero se estaba volviendo uno con la carne. El dolor es insoportable y caigo sobre mis rodillas. Frente al crucifijo que me observa y, haciendo un inhumano esfuerzo por respirar, espero a que los cantos inicien para fustigarme. Si mi perspicacia me es fiel, esta noche el coro entonará el Confiteor, como lo han hecho desde que los asesinatos se desataron. Pero la espera empieza a hacerse pesada e insoportable a medida que el frío se intensifica. In nomine Patris… Las luces de las veladoras se apagan. …et Filii… El dolor en la herida del Cilicio palpita, desatando un escalofrío que eriza la piel de mi espalda hasta mi nuca, ahoga un grito de dolor y desemboca en llanto. …et Spiritus Sancti… Las lágrimas se confunden con el sudor y con el rabillo del ojo puedo ver mi oscura silueta en el espejo. Estoy encorvado, mal trecho, irreconocible. Está ocurriendo. …Amen. El dolor cesa, el coro de voces graves comienza a cantar, y la pesada caricia del flagrum recorre la piel de mi espalda. Confíteor Deo, omnipoténti… Uno, dos, tres latigazos. Mis ojos se tornan vi- 15
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