82 UN BUEN SUSTO EN TEHERÁN Por Mario López Espinosa
De repente me surgió la certeza de que esa noche podría ser la de mi último día. Me temblaron las piernas. Se me hizo un hueco en el estómago. El brusco ruido de las cortinas de cuentas, abriéndose para dar paso a aquel hombre con mirada diabólica y apariencia de rufián no presagiaba nada bueno. Aquellos ojos, como dardos, se clavaron de inmediato en la mujer que estaba sentada junta a mi en la barra de aquel bar misterioso y extravagante, y con la que recién había cruzado algunas palabras. Mi gran amigo que me acompañaba, el pequeño Fernando, que no medía más de 1.65, que era un poco obeso y que usaba lentes muy gruesos, también se había percatado del peligro, y lo manifestó con un suspiro reprimido. Dos hombres grandes, con barba muy negra y rostro de corsarios malditos, escoltaban aquel hombre al dirigirse pausadamente hacia mi vecina de banco. Busqué apresuradamente a Amir Asahampaná, el guía e interprete que se nos había designado durante nuestra visita a Teherán, la que comenzaba a tornarse memorable. Amir era además un espléndido protector, pues habiendo sido campeón de box de Medio Oriente lo conocían y respetaban prácticamente todos los persas con los que tuvimos contacto. Me arrepentía de haberle pedido a nuestro interprete y ya buen amigo, que nos llevara a conocer algunos lugares interesantes de la Capital de Irán donde los únicos forasteros fuéramos nosotros dos. El atlético guardaespaldas había tenido la ocurrencia de ir al baño justo en el momento más inoportuno. Aquel personaje maléfico se acercó despacio, con altanería y cautela, como un animal de presa, y comenzó a gritarle a la mujer, en persa obviamente, moviendo los brazos con brusquedad amenazadora. Se detuvo la música. Me di la vuelta, previendo cualquier cosa y recargué mi espalda en la barra con fingida tranquilidad. Era obvio que se refería a mi, pues el hombre me señalaba continuamente. Mi amigo Fernando se agarró de mi saco y con una mirada asustadiza y levantando las cejas me señaló el arma que aquel cobarde llevaba fajada en la cintura. Mi temor aumentaba, cuando a lo lejos divisé al esperado Amir, que salía del baño con toda calma y se detenía a platicar con el primer grupo con que se topó. De repente el protagonista principal de aquella pesadilla le dio tremendo bofetón a la mujer que casi la tira del banco. Me armé de valor y con la cara descompuesta lancé un grito destemplado, en español por supuesto: —¡Hijo de la gran puta. ¿Pero cómo te atreves a golpear a una mujer que está a mi lado? Miserable, infeliz, cretino, mequetrefe, desgraciado. ¡Eres un Gilipollas! —este último insulto lo inferí sin estar muy seguro del significado pues recién lo había aprendido unos días antes en Madrid y me pareció muy expresivo, aunque no sabía si era adecuado para aquel momento. Es claro que mi única intención era la de que Amir me escuchara y viniera rápidamente en nuestro auxilio. Al darme cuenta de que Amir Asahampaná se había detenido a conversar alegremente con un segundo grupo y que no se percataba del escándalo, di un terrible golpe en la barra, que derramó el licor de los vasos cercanos, y grité aún más fuerte, lo más fuerte que era capaz: —Maldito persa de mierda. Te atreves a volver a tocarla y te mato, te juro que te mato, cabrón —se lo dije, señalándolo en la frente con mi dedo índice. 83
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