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La Sirena Varada: Año II, Número 14

El decimocuarto número de "La Sirena Varada: Revista literaria"

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A<br />

Guillermo no le dejaron ver el cadáver<br />

de Teresa en el tanatorio.<br />

Sus padres estaban convencidos<br />

de que la impresión sería demasiado<br />

fuerte para un niño de trece años; ya<br />

había sufrido demasiado con la enfermedad<br />

de su hermana gemela, se<br />

justificaban, como para tener que enfrentarse<br />

a la espantosa imagen de su<br />

cuerpo amortajado dentro de un féretro.<br />

Un sacerdote amigo de la familia<br />

trató de convencerles de la conveniencia<br />

de que le permitiesen verla:<br />

—Necesita despedirse de ella ―afirmó,<br />

con esa autoridad inapelable que tienen los<br />

sacerdotes para los asuntos de la muerte.<br />

Pero los padres se reafirmaron en su<br />

decisión y el sacerdote comprendió que<br />

no debía añadir un motivo más de aflicción<br />

a su desolado estado de ánimo.<br />

A partir de ese día Guillermo empezó<br />

a tener sueños en los que Teresa le<br />

llamaba. En ocasiones la sensación era<br />

tan real que parecía que estaba a su<br />

lado. No dijo nada a sus padres para<br />

evitar que pensaran que el dolor le<br />

había hecho enloquecer, pero él sabía<br />

que era su voz y que se trataba de algo<br />

real. Le estaba llamando.<br />

Y él quería ir con ella.<br />

Esa noche la luna llena esparcía su rocío<br />

de plata sobre los monumentos funerarios.<br />

<strong>La</strong> claridad nocturna le ayudaba<br />

a seguir sin extraviarse el camino que<br />

llevaba hacia los panteones, entre filas<br />

de tumbas y bloques de nichos. El viento<br />

soplaba entre los árboles, haciéndoles<br />

emitir susurros misteriosos. En cualquier<br />

otra ocasión, la idea de estar solo en ese<br />

mismo lugar, en plena noche, rodeado<br />

de cruces y esculturas funerarias, le hubiese<br />

espantado. Pero esa noche avanzaba<br />

con la determinación de un enamorado<br />

al encuentro de su amada.<br />

Solo quería despedirse de ella. Sería<br />

tan solo un instante: un beso en las mejillas,<br />

contemplar su rostro amado por<br />

última vez, decirle adiós tal y como había<br />

sugerido el cura en el tanatorio. Solo eso.<br />

El panteón familiar era el monumento<br />

más vistoso del camposanto. Todos<br />

los antepasados de Guillermo estaban<br />

enterrados allí, junto a Teresa. Se trataba<br />

de un mausoleo de estilo neoclásico,<br />

con cuatro columnas dóricas en el frente,<br />

sobre cuyos capiteles se apoyaba<br />

un tímpano en el que los apellidos de<br />

la familia. Una robusta puerta de hierro<br />

con adornos de forja dorados protegía<br />

el descanso eterno de los muertos.<br />

Flexionó los dedos y los pasó alrededor<br />

del mango de la maza que había sustraído<br />

del almacén de herramientas de<br />

su padre. Sin pensárselo dos veces, la<br />

levantó por encima de su cabeza y la<br />

dejó caer con violencia contra la puerta,<br />

a la altura del cerrojo que protegía la<br />

entrada. <strong>La</strong> cabeza de acero de la maza<br />

hizo saltar el cerrojo y las dos pesadas<br />

hojas retrocedieron chirriando sobre<br />

sus goznes.<br />

En el interior del panteón las sepulturas<br />

de mármol resplandecían bajo el<br />

efecto de la luz de la luna que se filtraba<br />

a través de un tragaluz abierto en el<br />

muro. Miró a su alrededor, valorando<br />

las distintas posibilidades de destrucción<br />

que tenía a su alcance. Tenía que<br />

conseguir que su incursión nocturna<br />

pareciera una profanación. Primero<br />

lanzó un furioso golpe de maza contra<br />

un crucifijo blanco de medio metro, cuyos<br />

fragmentos cayeron con un ruido<br />

seco bajo sus pies. Después, sin vacilar,<br />

empezó a descargar golpes rápidos y<br />

precisos contra todos los objetos que<br />

encontró a su paso: medallones, jarrones,<br />

lápidas, imágenes. Los fragmentos<br />

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