22 EL CHARCO Por Esperanza Angeles Soto
Hace un charco que te amo, María. Antes de tu llegada, el zacate dorado estaba tirado sobre las tierras secas. Y tú que no venías. Ay, María, cómo te extrañaba. Lo sé, ni nos conocíamos, pero se preparaba, se barbechaba el ambiente para el siguiente ciclo de fertilidad, de nueva vida, de tu misteriosa llegada. Pensaba en hacer rituales para tu venida. Agradecer por anticipado lo que está por entrar a mi vida. Pero ya lo hacían los hombres del campo. <strong>La</strong>braban la tierra para esparcir después sus semillas. <strong>La</strong>s plegarias de sus cantos se elevaban como haciendo uno con el viento. Entonces ascendían, eran escuchadas, procesadas y sólo esperaban para ser regresadas en el momento preciso, en el instante necesario y en las condiciones adecuadas para su acción. <strong>La</strong> Tierra entendía de este sacrificio por sus hijos. Un poco de deformación para después llenarlos de sus frutos para su sustento. Por las noches, me sentaba fuera de la casa, contemplando el campo, el trabajo del día. <strong>La</strong>s lucecitas del cielo y de la tierra, hablaban de ti. En marzo, sus vientos salvajes, no domesticados, me murmuraban tu venida. Te sentía más cerca, mi vida. Existía una armonía entre la iluminación nocturna del suelo y aquella proveniente de lejanos mundos. Una de esas noches, solicité tu compañía al cielo. Aun así, de cualquier forma llegarías, conmigo o sin mí. El presagio de tu llegada fueron las luciérnagas, con las primeras lluvias. Los espíritus del vaho que desprendía la tierra mojada, únicamente a mí me mostraban tu silueta, tu belleza femenina. El suelo húmedo permitía la comunión para la penetración, depositar la semilla en este acto de amor. Por donde miraba, florecían todos los colores de esperanza, que se esparcían por doquier. Estaba por impacientarme. Sin embargo, recordé de mis labores del campo y de los mismos tiempos que se toman las mujeres para llegar, como la mismísima Tierra que se prepara para seducir con sólo mirarla. Llovió alguna noche, más que de costumbre. Vendavales agitaban los árboles, las casas, mi casa, mi corazón. Me sentí perturbado. Y dudé conocerte. Pero al amanecer de aquella noche tempestuosa, olí tu presencia, a minerales remojados del suelo que se evaporan, algo así como la frescura de la Tierra. El sauce llorón de la casa, ése que guardaba su rocío, junto al camino, con los aires dejó caer sus lágrimas cuando descansaba debajo de él. Miraba hacia abajo, mejor dicho, al charquito del rocío que crecía ante mí. Veía las simpáticas ondas que se producían con el soplo de la Tierra, con el aire en movimiento. De repente, allí estabas en el reflejo del agua. Alcé la vista y tú, preciosa. Ay María, como ansiaba conocerte. Tu voz tímida dijo: —Buenas tardes, ¿éste es el pueblo de San Juan? Entonces supe que te quedarías y me arrebaté empezar a amarte. Así pasaron los meses y sabíamos de nosotros. Húmeda y tersa era tu piel que se regocijaba, con abrirse poco a poco a los actos de amor, entregados en jugosos manjares al pie de nuestro árbol. Con junio, y la fiesta del pueblo, te invité a la feria. ¡Ay, María, qué día tan desgraciado! Nos cruzamos en el camino y no nos vimos. Un aguacero se dejó caer. Sólo llegaste al sauce llorón para cubrirte. 23
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