78 DESFILE DE MUERTOS Por José Luis Pérez Ramírez
Sentía José Jesús que los muros de los túneles de la estación Balderas iban a emparedarlo; con su mochila en la espalda, aceleraba el paso para cambiar de andén y enrumbar con dirección a Observatorio. <strong>La</strong> multitud de personas dejaba escapar un vaho de fatiga y, en eso, los acordes de una guitarra le hicieron levantar la cabeza y esgrimir una sonrisa. —Hola, Rockdrigo —dijo y dejó unas monedas en el sombrero recostado en el piso. «Cuando yo era niño, tú ya estabas aquí », pensó. —Gracias, carnal. «Hace cuatro años que a mi novia perdí…» <strong>La</strong> canción se perdía entre los rumores de los pasos de los caminantes de Balderas. Un haz de luz roja separaba el pasillo en dos vías, una para mujeres y niños y la otra, en sentido contrario, para varones. José Jesús miró su reloj y concluyó que llegaría a tiempo a la cita con su novia (Rocío) que lo esperaba en la localidad de Cuajimalpa, a unos once kilómetros de la estación Observatorio, para ultimar los detalles de las indumentarias que usarían, al día siguiente, en el desfile de El día de muertos, un homenaje a los muertos que desde hacía veintidós años se llevaba a cabo en el centro de la Ciudad de México. Se conocieron en Cuajimalpa, en un festival de cetrería y exposición de aves de presa. Rocío obtuvo un premio con un hermoso búho blanco que lo criaba en su casa. «Sáquese de aquí, señor operador…», continuaba la canción en los chasquidos de José Jesús, no obstante que ya no era visible el trovador. «Gracias a tu presencia, Rockdrigo —susurró—, la muchedumbre no me va a aplastar». —¡Jotajota, eres un hijo de la chingada! —escuchó de pronto un bramido que según él podría despertar a los caminantes de Balderas. Era una voz femenina. «!Jotajota, eres un hijo de la chingada!», retumbó en su mente. Tenía que ser de alguien que conocía, una amiga. Trató de encontrar miradas de desconcierto, pero la callada avalancha humana continuaba en movimiento. Pese al grito destemplado, creyó reconocer a la responsable del escándalo. «No, no puede ser —pensó—, ella está muerta». Y las luces de la estación parpadearon cuando sintió que el acero frío de un puñal le penetró en el pecho; trató en vano de detener con sus manos la sangre que abandonaba su cuerpo. Y la agresora, que tenía el aspecto de un ave rapaz, con sus garras, trataba de arrancarle la mochila. Pero no lo consiguió. «Embarrado estoy en el piso del andén, en la puerta del convoy, embarrado mi corazón…, embarrado estoy…». Agobiada lloraba la sirena de la ambulancia para despejar los vehículos de la avenida Cuauhtémoc; agobiada porque era urgente llegar a un centro médico para los primeros auxilios. Lloraba la sirena con la borrasca. En el quirófano, después de que trataron sin éxito de sacarle la mochila, el médico de emergencia, Lucas Mejía, mirando el monitor, manipulaba los delicados instrumentos quirúrgicos y medicamentos para disolver el coágulo de sangre que, incrustado en una arteria coronaria, obstruía el normal flujo sanguíneo. —Lo siento mucho —dijo el médico, quitándose los guantes de látex—. Nos tocó un trombo de piedra. E instruyó que el parte médico señalara que la causa de la muerte era una trombosis coronaria. 79
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