66 EL MESÍAS Por Jesús Guerra Medina
Se miraron sorprendidos en medio de la multitud. Eran idénticos en todos los aspectos, como gotas de agua, limpios, sucios, rugosos, ideales, irregulares, más que gemelos, como espejos, eran sus propios reflejos. <strong>La</strong> gente a su alrededor los miró, señalándolos; ellos callaron, se palparon con la mirada. Jesús, con su manto manchado de polvo y sus pies descalzos de tanto caminar, preguntó «¿Quién eres?», y Jesús, con su túnica ligeramente pálida y sucia, respondió, «Soy Jesús». «¡Jesucristo, el mesías!», gritó un apóstol en medio de la turba y los demás vitorearon contentos. «¿Jesús?», preguntó Jesús, y Jesús asintió con un ligero movimiento de cabeza. Por allá, un soldado romano gritó, por acá otro respondió y un burro rebuznó a lo lejos. El sol ardía en medio del mundo y el viento soplaba, tibio y seco a lo largo del cielo raso. «No», dijo Jesús, «yo soy Jesús», y Jesús, con los ojos abiertos como platos, respondió, «Yo soy Jesús, hijo de Dios». A su alrededor todos callaron, preguntándose si acaso aquel encuentro era un milagro; uno más de Jesús, el Salvador, el Mesías. Mientras tanto, en las afueras del pueblo, entre las rocas, sobre una loma, junto a cavernas en cuyas sucias entrañas leprosos dormitaban, sudando enfermedad y pecado, el Científico, con sus prismáticos digitales, bailoteó de felicidad y dijo, apretando el botón de su grabadora de sonido de cinco canales de resolución, cuidando que nadie lo viera: «<strong>La</strong> clonación fue un éxito, espécimen 0003, ha hecho contacto». Y en los audífonos en sus orejas, como chinches de metal brillando al sol, una voz contestó ronca: «Muy bien, ahora regresa». El científico guardó sus extraños objetos futurísticos en una capsula que luego se encogió y guardo en su bolsillo y apretó una válvula en su reloj encarnado en su antebrazo izquierdo, y en ese instante un agujero se abrió, cual portal, en medio de la nada y entró en él. Acto seguido, desapareció para siempre de esta historia dejando tras de sí una estela de polvo y la curiosidad despierta de un pequeño pastor, (cuya descendencia inventaría siglos después la primera máquina del tiempo), que, recostado entre hierba seca, lo vio desaparecer como un espejismo mientras arreaba sus ovejas. Jesús, entre tanto, discutía con Jesús por saber quién era Jesús, el Mesías. <strong>La</strong> gente se conglomeró gritando y llorando y sonriendo, alimentados por el morbo de la situación de aquel encuentro imposible de dos idénticos, y más pronto que tarde, soldados romanos con sus espadas en mano y látigos en enrollados en sus cinturas, los arrestaron a ambos. A Jesús y a Jesús. Doble crimen, confesaría uno de ellos tiempo después a Poncio Pilato, por asegurar ser hijos de Dios. Condenados, azotados y torturados, cada quien cargó una cruz a cuestas hasta la cima del monte Calvario, en donde, junto a dos ladrones, fueron insultados y crucificados hasta morir. Los cuerpos fueron enterrados, llorados y alabados, al tiempo que los leprosos eran curados y los pecados lavados del mundo; tres largos días pasaron, y cuando la sombra del perverso luto se abalanzaba como nube o como tormenta de arena, densa, inmensa sobre la faz, los apóstoles, los once que quedaban, descubrieron a Jesús, quien resucitó de la muerte, fuera de la tumba en donde encerraron su cadáver. Tenía una extraña mancha 67
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