26 ÉL Por Martín Sepúlveda B.
Desde la ventana se ve la torre de la iglesia. Pinos altos a los lados, verde oscuro, serios y ancianos. No tiene idea de cuánto rato lleva mirándolos, porque sus ojos apuntan hacia esa dirección, pero en realidad no ve nada. Quiere mover la cabeza, pero no puede. O no quiere. No está seguro. No recuerda haber llegado a su casa la noche anterior, pero ahí está, en su cama. Un cosquilleo en las manos logra quitar la atención de los árboles. Parpadea fuerte y siente los ojos como lijas. Se mira los dedos, que están dormidos, pero se mueven sin dificultad. Trata de rascarlos pero el cosquilleo viene desde adentro, más abajo de la piel y la carne. Más abajo de los huesos. Levantarse cuesta, pero lo logra. Sabe que hace un frío insoportable, pero no lo siente. De todas maneras se abriga, se pone varias capas, pero tampoco siente calor. Solo hormigueo, en la unión de los dedos, detrás de los nudillos, en las muñecas. Se rasca con el interior de las mangas del chaleco. No sirve de nada. Solo le enrojece la piel. Sale de la pieza y su compañero de casa ya está en la mesa. Toma café, come huevos con cuchara. Se saludan con un gesto. Se va a servir café, pero no quiere. No hay hambre. Solo manos que pican y ojos que raspan. De todas maneras se sienta en la mesa, es ritual. <strong>La</strong> compañía es ritual, la soledad es trágica. El compañero lo mira y le dice que se ve mal. Le pregunta cómo se siente, que está pálido y tiene los ojos muy rojos. Él le dice que parece que se resfrió, o que tomó mucho. El compañero le recuerda que el día anterior no salió, que estuvo toda la noche acostado. Trata de acordarse de los sucesos y es cierto, no salió, por eso no recuerda haber llegado. Debiese sentirse confundido, pero no lo hace. <strong>La</strong>s confusiones y pensamientos profundos lo evaden desde que amaneció mirando los pinos. <strong>La</strong> picazón y la irritación lo persiguen. Los pinos siguen ahí afuera. Cuidando la torre que vigila a los santos y los pecadores. No se había fijado en que los estaba mirando. No sabe bien qué hora es. Sabe que es la mañana. No la misma mañana en la que estaba hace un rato, es otra. <strong>La</strong> siguiente. Tal vez una tercera. <strong>La</strong> sangre seca en las sábanas es una pista. Han pasado al menos dos días. Desde que no se quiso tomar el café. Desde que se rascó las manos hasta romperse la piel. En el velador hay un vaso de agua. Cuando lo levanta ve sus dedos carcomidos. Cuando lo vuelve a dejar ve la sangre de sus labios marcada en el borde. Siente hinchazones. Siente las bacterias alojarse en los nuevos espacios que ha abierto en su carne. No siente dolor. Ni el frío todavía. Abre la ventana, se apoya. <strong>La</strong> torre le intenta decir algo, pero los pinos no la dejan. Les quiere preguntar, pero la puerta suena. Te quiero llevar al mar. O a la montaña. Él no quiere salir de la pieza, pero su compañero está decidido. Le dice que está deprimido, que un cambio de aire le va a ayudar. Él ya no siente el aire, no puede llenar sus pulmones porque están llenos de agujeros. Te vas a hacer daño, le dice el compañero mirándole las manos. Se te va a podrir el corazón, le dice algo más que no está ahí. Siente el pecho negro. Siente el olor pesado del musgo. Está entre sus huesos y debajo de su piel. Pica menos, es viscoso. Su compañero intenta tomarlo pero la piel se estira y resbala como teflón. Se miran, uno pestañea perdido, el otro 27
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