34 VAMPIROS DEL ADN Por Miguel Cobeñas Pasiguán
Muy temprano, agentes de la Policía Nacional del Perú (PNP) intervinieron el hogar del aún en pijama Félix Martínez, un acomodado surfista de asidua actividad en las costas de Pico Alto, Lima —con olas de más de 10 m de altura—. Eran cuatro personas, de las cuales uno no estaba armado; este, supuestamente, era el fiscal, quien al saludarlo en voz baja le comunicó que estaba requisitoriado. <strong>La</strong> encendida madre del detenido, que todavía dormitaba en el segundo piso del inmueble, se enteró después; pero si vio el expeditivo arresto un único vecino dadas las 5:37 a.m. que eran. <strong>La</strong>s calles del barrio estaban oscurecidas, húmedas y acostadas siquiera y solo escucharon pasar el raudo motor del auto Nissan, desprovisto de las marcas oficiales de la policía. Días antes, Félix inició su plan curativo en la Clínica Dental Planeta, que lo llevaría a colocarse tres implantes de titanio en su bien pulcra dentadura. Él no podía contradecir su obsesión por mostrar su blanca sonrisa, la que desde niño supo aprovechar, y fue el anzuelo para cimentar su embarazosa fama de «El Don Juan de Miraflores», un barrio ostentoso. <strong>La</strong> práctica odontológica actualmente se regula con dispositivos legales que obligan a los dentistas a enviar reportes biológicos de sus pacientes, siendo así que los datos de las secreciones bucales del deportista fueron remitidos por internet al Banco Nacional del ADN, este rasgo autosómico biológico estuvo en la saliva que él escupió en un lector óptico durante los procedimientos dentales con ácido tranexámico en la clínica. ⁂ En los años ochenta se jugaban atrozmente los carnavales en las calles de los barrios populosos de Lima, jolgorio sazonado con agua de caño en globos o baldazo limpio, serpentinas multicolores, harto betún y meloso talco blanco que a la vez que refrescaba a los que huían de los treinta y ocho grados de calor, era motivo para comer, bailar y consumir en especial, cerveza, por lo que eran jornadas dominicales que al llegar la noche encontraba a hombres y mujeres alegremente empapados en alcohol. Fue un domingo siete de febrero de mil novecientos ochenta y ocho que la policía allanó un burdel en el centro limeño en donde había una occisa. Los informantes dijeron a los investigadores de la PNP que ella tuvo varios clientes durante el día y que era imposible saber quién la había asfixiado con el talco blanco que se utiliza para jugar. Esa noche hubo redada en el prostíbulo y se cumplieron los protocolos policiacos de rigor para levantar evidencias, entre estas, a varios clientes y lolitas que estaban azorados de vergüenza al saber que sus nombres se publicarían como sospechosos en los diarios por el crimen ocurrido en ese lenocinio que fue clausurado eventualmente, hasta que un manoseado habeas corpus lo volvió a abrir. <strong>La</strong> policía no pudo identificar al asesino en esa época, las huellas en el cuerpo del delito no dieron luz para la identificación y homologación dactilar en sus archivos; pero por más que la familia de la chica y la prensa reclamaron y presionaron a la PNP, el caso quedo en espera de… ¡nada! Sin embargo, parte de la rutina de investigación detectivesca que era absorber con hisopos estériles las secreciones vaginales y de sudor, al igual que la sangre y los 35
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