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Eduardo Blanco Venezuela Heroica

Eduardo Blanco

Venezuela Heroica

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Eduardo Blanco

A veces una chispa de fuego deslumbra como el sol.

En la lóbrega oscuridad de perdurable noche, todo lo que no es profundamente

negro semeja claridad, luz, que anhela el que gime en el

fondo del antro, que estima como una providencia, que ama y bendice,

no importa de dónde le venga: de los resplandores del cielo o de las

llamas de un auto de fe.

Sin embargo, aquel huésped sedicioso que se escurría como de contrabando,

no llegaba a inquietar a los guardianes del paciente rebaño.

Mientras la poesía nos viniera de España, no había razón para temerla;

a más de que el abatimiento colonial parecía deprimir, sin sacrificio,

toda noble tendencia, toda elevada aspiración.

La vida corría monótona; por lo menos, sin combate aparente y con la

docilidad de un manso río, se deslizaba aprisionada entre la triple muralla

de fanáticas preocupaciones, silencio impuesto y esclavitud sufrida

que le servían de diques.

Nada respiraba: artes, industrias, ciencias, metodizadas por el temor

y la avaricia, desmayaban a la sombra del régimen cauteloso en que se

las toleraba.

Como polvo al fin, el pueblo vivía pegado al suelo: no existían vendavales

que lo concitasen.

Silencio y quietud era nuestra obligada divisa. Y privados de nuestros

derechos no existíamos para el mundo.

Solo el trueno que bramaba sobre nuestras cabezas, y las convulsiones

misteriosas que estremecían la tierra bajo nuestros pies, eran los únicos

perturbadores que, a despecho de la corona de España, osaban atentar

contra el silencio y la quietud letárgica de la colonia.

Plena era la confianza de los dominadores en la presa que retenían y en

la seguridad con que se la guardaba: confianza autorizada por la experiencia

de la muerte moral a que condena el vasallaje: seguridad que abonaba,

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