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Descargar PDF aquí - Difusión obra María Valtorta

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vaya. No tengo nada que añadir”. Un silencio lleno de estupefacción... ■ Eleazar dice: “No soy<br />

enemigo tuyo. Creía que buscaba tu bien. No soy el único... Otros amigos piensan como yo”.<br />

Jesús: “Lo sé. Pero dime, y sé sincero: ¿qué dice Gamaliel?”. Eleazar: “¿El Rabí?... dice... Sí,<br />

dice: «El Altísimo hará la señal si éste es su Mesías»”. Jesús: “Dice bien. ¿Y qué José el<br />

Anciano?”. Eleazar: “Que Tú eres el Hijo de Dios y reinarás como Dios”. Jesús: “José es un<br />

hombre recto. ¿Y Lázaro de Betania?”. Eleazar: “Sufre... Habla poco... Pero dice... que reinarás<br />

solo cuando nuestros espíritus te acojan”. Jesús: “Lázaro es sabio. Cuando vuestros espíritus me<br />

acojan. Por ahora vosotros --incluso aquellos a quienes juzgaba espíritus abiertos-- no aceptáis<br />

ni al Rey ni su Reino; y esto me llena de dolor”.<br />

* Jesús deja la sala. Los rectos reconocen su error; los malintencionados (mayoría) tratan<br />

de retenerle.- ■ Gritan muchos: “En una palabra: No aceptas”. Jesús: “Lo habéis dicho”. Otros<br />

gritan: “Nos has hecho comprometernos, nos dañas, nos...”. Son herodianos, escribas, fariseos,<br />

saduceos, sacerdotes. Jesús deja la mesa, y se dirige a este grupo mirándolo fijamente. ¡Qué<br />

ojos! Ellos involuntariamente enmudecen, se pegan contra la pared... Jesús se dirige a ellos cara<br />

a cara, y lentamente pero con una claridad sin ambages, como un sablazo: “Está dicho: «Maldito<br />

quien golpea a su prójimo a escondidas y acepta dones para condenar a muerte a un inocente»<br />

(Deut. 27,24 ). Yo os digo: os perdono. Pero vuestro pecado conoce el Hijo del hombre. Si no os<br />

perdonase Yo... Por mucho menos, Yeové redujo a cenizas a muchos de Israel”. Y se muestra<br />

tan severo al decir esto, que nadie se atreve a moverse. ■ Jesús levanta la doble y pesada<br />

cortina y sale al patio sin que nadie se atreva a hacer algo. Solo cuando la cortina deja de<br />

moverse, esto es, después de algunos minutos, vuelven a pensar. Los más enfurecidos dicen:<br />

“Hay que alcanzarle... Hay que retenerle...”. Los mejores dicen: “Hay que decirle que nos<br />

perdone”. Son Mannaén, Timoneo, los prosélitos, el de Bozra, en una palabra, los rectos de<br />

corazón. Se arremolinan fuera de la sala. Buscan, preguntan a los siervos. “¿El Maestro?<br />

¿Dónde está?”. ¿El Maestro? Nadie le ha visto, ni siquiera los que están en las dos puertas del<br />

patio. No está... Con antorchas y linternas le buscan en la oscuridad del jardín, en la habitación<br />

donde descansó. No está, ni tampoco está su manto que había dejado sobre el lecho, ni la bolsa<br />

dejada en el patio... Exclaman: “¡Se nos ha escapado! ¡Es un Satanás! No. No. Es Dios. Hace lo<br />

que quiere. ¡Nos traicionará! No. Nos conocerá en nuestra verdadera realidad”. Un griterío de<br />

pareceres y de insultos recíprocos. Los de buen corazón gritan: “Nos engañasteis. ¡Traidores!<br />

¡Debíamos haberlo imaginado!”. Los malintencionados, o sea, la mayoría, amenazan, y la riña,<br />

perdido el chivo expiatorio, se vuelve contra sí mismos...<br />

* El amoroso Juan, que ha seguido las pasos de su Maestro en la huida, se encuentra con<br />

Él, un Jesús triste y abatido.- El testimonio que dará el predilecto.- ■ ¿Y Jesús, dónde está?<br />

Le veo, por voluntad suya, muy lejos, en dirección al puente que da sobre la desembocadura del<br />

Jordán. Camina veloz, como si el viento se lo llevase. Sus cabellos le revolotean por su rostro<br />

pálido, su vestido se agita cual una vela en su ligero andar. Luego, cuando está seguro que se ha<br />

alejado, se interna entre los juncos de la orilla y toma la margen oriental. Y apenas encuentra las<br />

primeras rocas del alto acantilado, se sube, sin preocuparse de la poca luz ni del peligro que<br />

supone el subir por la costa abrupta. Sube, continúa subiendo hasta un peñasco que se asoma<br />

hacia el lago, velado por una vieja encina; y allí se sienta, pone un codo en la rodilla, apoya el<br />

mentón en la palma de la mano, y, con la mirada fija en el espacio anchuroso que va<br />

envolviéndose en la noche, apenas visible aún por la blancura del vestido y la palidez del rostro,<br />

así permanece... ■ Pero alguien le ha seguido. Es Juan, semidesnudo, esto es, con la túnica corta<br />

de los pescadores, con los cabellos empapados en agua, jadeante y sin embargo pálido. Se<br />

acerca poco a poco a Jesús. Parece una sombra que se deslizara sobre el escabroso acantilado.<br />

Se detiene distante. Mira a Jesús atentamente... No se mueve, parece cual roca. Su túnica oscura<br />

le favorece. Solo la cara, las pantorrillas y los brazos desnudos son visibles en la oscuridad de la<br />

noche. Pero cuando oye que Jesús llora, entonces no resiste más, y se acerca hasta hacerse oír:<br />

“¡Maestro!”. Jesús oye. Levanta la cabeza. Con ademán de huir se recoge el manto. Juan grita:<br />

“¿Qué te hicieron, Maestro, para que no me reconozcas?”. Jesús reconoce a su predilecto. Le<br />

tiende los brazos y Juan se lanza a ellos. Los dos lloran por dos diversos dolores y por un solo<br />

amor. El llanto cesa y Jesús es el primero en volver a la visión completa de las cosas. Siente y<br />

ve a Juan semidesnudo, con la túnica empapada en agua, con su cuerpo que tiembla de frío,<br />

descalzo. “¿Cómo estás <strong>aquí</strong> y en estas trazas?”. Juan: “¡No me reprendas, Maestro! No pude<br />

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