Descargar PDF aquí - Difusión obra María Valtorta
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sube a la cabeza; tan penetrante es, esparcido de esa manera, sin medida, que casi irrita como los<br />
polvos de estornudar. ■ Lázaro, que tiene la cabeza vuelta hacia su hermana, sonríe al ver con<br />
qué cuidado unge y compone los cabellos de Jesús, mientras que no se preocupa de que sus<br />
propios cabellos, no sujetos ya por el ancho peine que ayudaba a las horquillas en su función,<br />
estén descendiendo cada vez más por el cuello y ya estén próximos a soltarse del todo y caer<br />
sobre los hombros. También Marta mira y sonríe. Los demás hablan en voz baja y con diversas<br />
expresiones en sus caras. ■ Pero <strong>María</strong> no está satisfecha todavía. Queda todavía mucho<br />
ungüento en la jarra, y los cabellos de Jesús, a pesar de ser tupidos, están ya empapados.<br />
Entonces <strong>María</strong> repite el gesto de amor de un lejano atardecer. Se arrodilla a los pies del<br />
triclinio, desata las correas de las sandalias de Jesús y le descalza los pies; luego, metiendo sus<br />
largos dedos en la jarra, saca toda la cantidad de ungüento que puede, y lo extiende, lo esparce<br />
sobre los pies desnudos, dedo por dedo; luego la planta y el calcañar; y, más arriba, en el tobillo,<br />
que ha descubierto haciendo a un lado el vestido de lino; por último, sobre el empeine de los<br />
pies, y se detiene allí, en los metatarsos, en el lugar por donde entrarán los clavos tremendos, e<br />
insiste hasta que ya no encuentra bálsamo en la jarra. Entonces rompe la jarra contra el suelo, y,<br />
libres ya las manos, se saca las gruesas horquillas, se deshace rápidamente las pesadas trenzas, y<br />
el resto del bálsamo lo echa sobre los pies de Jesús. ■ Judas alza su voz. Hasta ese momento<br />
había estado en silencio, contemplando con mirada de lujuria y de envidia a la hermosísima<br />
mujer y al Maestro cuya cabeza y pies estaban siendo ungidos por ella. Es la única voz clara de<br />
reproche; los otros, no todos, pero sí algunos, habían mostrado un cierto descontento, pero sin<br />
mayor consecuencia. Pero Judas, que incluso se había puesto en pie para ver mejor la unción de<br />
los pies, dice con desaire: “¡Qué derroche inútil y pagano! ¿Qué necesidad había de hacerlo?<br />
¡Y luego no queremos que los jefes del Sanedrín nos critiquen de que hay pecado! Estos son<br />
gestos propios de una cortesana lasciva y no dicen bien, mujer, de la nueva vida que llevas.<br />
¡Demasiado recuerdan tu pasado!”. El insulto es tal que todos se quedan pasmadísimos, de<br />
modo que unos se sientan sobre sus triclinios, otros se ponen de pie, todos miran a Judas, como<br />
a uno que, de pronto, se hubiera vuelto loco. Marta se pone colorada. Lázaro de un brinco se<br />
pone en pie dando un fuerte golpe sobre la mesa. Grita: “En mi casa...” pero luego mira a Jesús<br />
y se refrena. ■ Iscariote: “Sí. ¿Me miráis? Todos habéis murmurado en vuestro corazón. Pero<br />
ahora, por haberme hecho eco vuestro y haber dicho claramente lo que pensabais, sin titubear os<br />
oponéis a mí. Repito lo que he dicho. No quiero, ciertamente, afirmar que <strong>María</strong> sea la amante<br />
del Maestro. Pero sí digo que ciertos actos no son apropiados ni con Él ni con ella. Es una<br />
acción imprudente, y hasta injusta. Sí. ¿Por qué este derroche? Si ella quería destruir los<br />
recuerdos de su pasado, hubiera podido darme a mí esa jarra y ese ungüento. ¡Por lo menos era<br />
una libra de nardo puro! Y de gran valor. Yo lo habría vendido al menos por trescientos<br />
denarios, que es lo que vale un nardo de tal calidad. Habría dado el dinero a los pobres que nos<br />
asedian. Nunca son suficientes. Y mañana muchísimos serán los que en Jerusalén pedirán una<br />
limosna”. Los demás asienten: “¡Es verdad! Podías haber empleado una parte para el Maestro y<br />
la otra...”. ■ <strong>María</strong> Magdalena está como si estuviese sorda. Continúa secando los pies de Jesús<br />
con sus cabellos sueltos, que también ahora están espesos en la parte de abajo por el ungüento,<br />
y están más oscuros que en la parte superior de la cabeza. Los pies de Jesús de color marfil viejo<br />
están lisos y blandos, como si se hubieren cubierto de una nueva piel. <strong>María</strong> pone nuevamente<br />
las sandalias a Jesús. Besa los pies, sorda a todo, menos a lo que no sea su amor por Jesús. ■ Y<br />
Jesús, poniéndole una mano sobre la cabeza, que tiene agachada para el último beso, la defiende<br />
diciendo: “Dejadla en paz. ¿Por qué la afligís y molestáis? No sabéis lo que ha hecho. <strong>María</strong> ha<br />
realizado en Mí una acción de deber y de amor. Siempre habrá pobres entre vosotros. Estoy ya<br />
para irme. Siempre los tendréis, pero no más a Mí. A ellos podréis darles un óbolo. A Mí, al<br />
Hijo del Hombre entre los hombres, no será posible tributarle ninguna honra, porque así lo<br />
quieren y porque le ha llegado su hora. El amor, a ella, le es luz; ella siente que estoy para morir<br />
y ha querido anticiparle a mi cuerpo las unciones para la sepultura. En verdad os digo que en<br />
cualquier parte que sea predicada la Buena Nueva se hará mención de este acto suyo de amor<br />
profético. Sí, en todo el mundo. Durante todos los siglos. ¡Quiera Dios hacer de cada una de las<br />
criaturas otra <strong>María</strong>, que no calcula precios, que no abriga apegos, que no guarda el más mínimo<br />
recuerdo del pasado, sino que destruye y pisotea todo lo carnal y mundano, y se rompe y se<br />
esparce como ha hecho con el nardo y el ungüento, sobre su Señor y por amor. No llores, <strong>María</strong>.<br />
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