Bar-Matrioshka-y-otras-historias_ebook
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BAR MATRIOSHKA y <strong>otras</strong> <strong>historias</strong> Alexis López Vidal<br />
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desdibujado, habían cambiado sus nombres por nuevos nombres o<br />
mentían y se hacían pasar por <strong>otras</strong> y me resultaban extrañas.<br />
En una de aquellas calles tropecé con Yakubu. Ya-ku-bu. Tres<br />
sílabas, que tuve que repetir ante la amplia sonrisa perlada de un<br />
nigeriano amable que me estrechaba la mano. Ya-ku-bu. Qué irónico<br />
se me antojó que hallara tierra en un islote tan lejano y alejado del<br />
propio continente del que se separó para medrar a la deriva, yo, que<br />
crecí bajo aquel mismo cielo decolorado.<br />
Mi amistad con Yakubu se fraguó a costa de la tarificación<br />
constante de minutos a través del cordón umbilical que separaba mis<br />
ansias, mi turbación entretejida por medio de postes telefónicos entre<br />
Madrid y Ginebra. Cada día, a la misma hora, yo marcaba el número<br />
de teléfono que en realidad era una clave secreta, quién sabe, un<br />
código encriptado que escondía un mensaje de auxilio, de<br />
arrepentimiento. Yakubu hacía lo propio. Yo mendigaba el poso de<br />
un amor distante, convertido a la fuerza en el protagonista de un<br />
romance trasnochado. Él era un narrador, de voz profunda y serena.<br />
Ambos convergíamos en la eucaristía postmoderna de compartir un<br />
cigarrillo a las puertas de un locutorio de barrio.<br />
- Ya-ku-bu… encantado, yo soy Javier.<br />
- Javier – repetía Yakubu, y su sonrisa se expandía colmando<br />
el recipiente anodino del barrio desbordando una inocencia y un<br />
candor impropios del mundo que se autoproclamaba civilizado en el<br />
fasto de las vallas publicitarias y anuncios de televisión.<br />
Ya-ku-bu leía cuentos a una hija de cinco años, cada día, a la<br />
misma hora, y a la que no podía arropar después del final feliz porque<br />
ella era una escolar de Lagos y él apilaba ladrillos en una función, sin<br />
pase ni público, de malabarismo mortal sobre un andamio anclado al<br />
esqueleto de hormigón de un edificio de oficinas de Madrid. Oficinas<br />
que habrían de albergar a contables bilingües huidos del amor<br />
descubierto fuera de casa porque el mundo se le había hecho muy<br />
grande y el corazón muy pequeño para albergarlo todo, tanto mundo<br />
y tanto amor.<br />
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