Bar-Matrioshka-y-otras-historias_ebook
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BAR MATRIOSHKA y <strong>otras</strong> <strong>historias</strong> Alexis López Vidal<br />
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suponían una transformación mayor que la suma de sus partes, a<br />
cuantos orbitaban alrededor del <strong>Bar</strong> Catalina; Inocencio aplicó una<br />
nueva prerrogativa a su existencia, se abandonó al amor de aquella<br />
valkiria del Este, de ojos gatunos y acento hipnótico. Podía leerse en el<br />
prospecto del mejunje para oscurecer las canas, en la posología de las<br />
pastillas azules para rendir batalla en la trinchera del lecho; Anna<br />
Fedorova paladeó el mundo más allá del sórdido pasillo de luces<br />
rojas, jugando al mismo juego de sonrisas y miradas tras la barra del<br />
bar. Se la veía intangible, elevada a un altar prohibido para los<br />
asiduos del carajillo que acometieron la visita al <strong>Bar</strong> Catalina con la<br />
misma gravedad que la asistencia a misa – sin perdonar un día,<br />
participando de la liturgia secreta de admirar su silueta desprendida -;<br />
Tomás se despojó sin tardanza del sonrojo, y entre unos, equis y doses<br />
quinielísticos se permitió de tanto en tanto una chanza de<br />
cromatografía verdosa. Podía calibrarse en el nivel de la botella de<br />
colonia a granel, en el tiempo de acicaladura frente al espejo del baño.<br />
Coherente con la gravedad del estado amoroso, rendido al<br />
efecto Pigmalión de las caricias esteparias, Inocencio asumió necesario<br />
levantar acta notarial de los sentimientos que albergaba. <strong>Bar</strong>runtó que<br />
dos hijos mayores - bien criados, bien casados y bien empleados - no<br />
requerían ya de él mayor atención que su afecto. Por el contrario, le<br />
fue difícil cuantificar el cargamento de arrumacos que le sobrevendría<br />
al asegurar el porvenir de Anna Fedorova poniendo el <strong>Bar</strong> Catalina a<br />
su nombre. Y así lo hizo.<br />
Tomás aseveró con entusiasmo, ante la pusilánime mirada del<br />
yorkshire terrier, que lamentaba enormemente que el pobre animal no<br />
digiriera bien el salpicón de marisco. Saludó bienintencionado a la<br />
anciana del cuarto piso y salió del ascensor habiendo contrarrestado la<br />
nube de gas tóxico a base de generosa loción de afeitado. Atravesó la<br />
carretera frente a los vehículos que aguardaban detenidos el permiso<br />
del semáforo y por primera vez, aquella mañana, se percató de las<br />
enjutas pisadas que alguien dejó grabadas sobre el paso de cebra<br />
cuando fue pintado – y que nadie se molestó en volver a cubrir -. Se<br />
despidió con efusividad del quiosquero con el ejemplar del diario bajo<br />
el brazo y enfiló hacia el bar Catalina con un hormigueo cotidiano en<br />
el estómago.<br />
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