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Javier Echeverría EUCARISTÍA Y VIDA CRISTIANA<br />

Así lo explicó largamente en Cafarnaún el mismo Jesús,<br />

después de multiplicar los panes en el monte para alimentar<br />

a millares de hombres y mujeres que le seguían. Es el único<br />

milagro —aparte de la Resurrección del Señor— que los cua-<br />

tro evangelistas narran. Esta repetición nos ayuda también a<br />

pensar en Cristo como Aquel que verdaderamente alimenta a<br />

todos los hombres. La Ley y el mismo Jesús enseñan que no<br />

se vive sólo de pan material, sino de toda palabra que sale de<br />

la boca de Dios (cfr. Mt 4,4; Dt 8,3; Sb 16, 26); y Él es la<br />

Palabra eterna en la que Dios se dice a Sí mismo y a todo lo<br />

creado. Los hombres tienen hambre de verdad, de ciencia,<br />

quieren saber de sí mismos, del mundo y de los demás, espe-<br />

cialmente de Dios. Esta indigencia espiritual la sacia el Verbo<br />

encarnado; y signo de tal verdad es que también posee la vir-<br />

tud de saciar toda indigencia material.<br />

Quienes presenciaron el milagro de la multiplicación de<br />

los panes apreciaron sobre todo esta segunda parte fisioló-<br />

gica, y por este motivo buscaban a Jesús. El Señor no rechaza<br />

esta intención; le duele sólo que de esas ansias no pasen a<br />

otras más hondas: las que Él ha venido a resolver del todo. Le<br />

entristece que no acepten que El es la Verdad que aquieta<br />

nuestras ansiedades, que despeja nuestras dudas, que con-<br />

fiere sentido a nuestra existencia. Le apena que no crean que<br />

es Palabra que puede alimentar todas las inteligencias y saciar<br />

todos los corazones, que es el pan vivo bajado del cielo; le<br />

duele que no reconozcan que su Padre es quien les ofrece ese<br />

verdadero pan (cfr. Jn 6, 32-33). Le acongoja la resistencia<br />

de esas personas a aceptar que tal dádiva divina les llegue a<br />

través de la humildad de lo humano. Le duele la soberbia de<br />

aquellos que se fijaban sólo en lo grande, en lo espectacular.<br />

«¿No es éste Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos?<br />

¿Cómo puede decir ahora: he bajado del cielo?» (Jn 6, 42).<br />

Esos hombres, aunque sin formularlo así, rechazaban en<br />

definitiva la Encarnación de la Palabra. Por el mismo motivo,<br />

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