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José Lois Estévez
A las formas constitucionales impuras o corrompidas, por perseguir
únicamente el provecho de los que mandan, Aristóteles las llama demagogia,
oligarquía y tiranía, según sean multitudinarias, minoritarias o
monocráticas.
La definición aristotélica, a pesar de haber atisbado una verdad
importante, se ve aquejada por dos inconvenientes de no poca monta.
Hace, primero, inevitable un juicio de valor; plantea, después, un problema
de hecho, con solución extremadamente difícil y siempre provisional.
El juicio de valor que requiere se integra de tres pronunciamientos:
a) ¿Cómo definiremos a-priori el interés general? b) ¿Quién podrá
formular esta definición, una vez que el juez-árbitro impuesto por el principio
democrático -la mayoría- es recusable, por ser parte, y por anular el
problema mismo, al desembocar en una petición de principo? (32)
¿De qué manera superaremos la antítesis entre *intereses mayoritarios*
e *intereses generales* cuando las tensiones asomen y, en su confluencia,
haya, no obstante, que tomar partido?
El juicio de hecho fuerza a tener que optar por algo muy arduo: Sobre
si la mayoría supuesta que gobierna en la actualidad está ahora mismo sirviendo
a su propio interés o al de todos. Y aun tras esto urgiría preguntar:
¿A partir de qué momento o desde qué abusos la democracia se transformaría
en demagogia?
Siendo casi insuperables las dificultades que habría que vencer para
que la fórmula aristotélica tuviera valor práctico, los investigadores posteriores
y la *clase política* han preferido cifrar la democracia en un
aspecto meramente formal y en hacer tabla rasa de los requisitos de fondo
-de los presupuestos de contenido- (y por ende de verdad) que le son inhe-
32) Vid. mi Nueva Versión, cit. 212 ss.