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José Lois Estévez
Aquí se tiene únicamente en cuenta el censo electoral. Pero ¿por qué
sólo intervienen los electores con derecho a voto y no la totalidad de los
*nacionales* del país? De nuevo replanteamos, de otro modo, el enigma
de la representación sin mandato. Si esos pocos elegidos representan a
toda la nación, también los menores e incapacitados quedan representados
por ellos. Más aún: incluso cuantos se abstienen en la elección, votan
en blanco o su voto es nulo. Claro que entonces, desde el mismo principio,
podríamos preguntarnos: ¿por qué el sufragio ha de ser potencialmente
universal?
Si hablamos en términos de derecho, el sufragio universal, no
puede prescindir de nadie y el voto plural se impone de suyo. Si excluímos
a gran parte de la población, ¿cómo seguir hablando de sufragio universal?
Si concebimos el voto como un derecho personalísimo e indelegable,
de suerte que nadie pueda votar por otro, ¿en qué parará la representación
misma?
Como es patente, los problemas teóricos parecen no acabar nunca.
¿Qué trae consigo, sin embargo, nuestra demanda de máxima fidelidad a
los requerimientos que impone la Justicia? ¿Cómo se consigue conciliar
los principios constitucionales sobre un voto libre, igual, directo y
secreto con el designio, irrenun ciable para el legislador, de inducir al
cuerpo electoral a optimizar la selección de las Cámaras colegisladoras
más idóneas?
Es un hecho que cada partido, pugnando por hacerse con el poder y
tratando de asegurarse una mayoría confortable, busca para integrar tanto
el Congreso como el Senado, no a los que tenga por mejores, sino a los
presumiblemente más adictos.
Cada elección tiende a ser, así, no un concurso de méritos entre los
aspirantes, (que haga de la campaña electoral una docimasia pública, al