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José Lois Estévez<br />
Por otra parte, ¿por qué ha de crearse artificialmente la necesi<strong>da</strong>d de que<br />
voten a los partidos quienes discrepan o mantienen reservas a su ideología o<br />
no confían en los candi<strong>da</strong>tos que su camarilla dirigente presenta sin previa<br />
consulta a la base? Si a ca<strong>da</strong> partido se le reconociera únicamente el número<br />
de votos que de ver<strong>da</strong>d le <strong>da</strong>n apoyo, es decir, el de sus afiliados e incondicionales,<br />
la representación política dejaría de ser la escan<strong>da</strong>losa ficción que<br />
asfixia nuestra democracia y podríamos estrenar nuevos rumbos, más racionales,<br />
con listas metapartidistas y número mayor que el de candi<strong>da</strong>tos.<br />
Refiriéndonos concretamente a España, ¿por qué, si ningún partido<br />
satisface mínimamente a la inmensa mayoría de los españoles, como lo prueba<br />
el hecho de no existir ninguno con afiliación que linde siquiera con el uno<br />
por ciento del cuerpo electoral, no ha de poder ca<strong>da</strong> elector confeccionar<br />
libremente su propia lista de representantes sin escribir al dictado heterocrático?<br />
Si ca<strong>da</strong> partido, como es usual, selecciona su equipo de gobierno entre<br />
sus propios hombres, ¿no equivale semejante exclusiva a reducir a la condición<br />
de *parias*; es decir, de no-ciu<strong>da</strong><strong>da</strong>nos, al 99 % de los electores? (49) .<br />
como señala con acierto Ruiz del Castillo (Manual de Derecho Político, Madrid, 1939, 207):<br />
“La Socie<strong>da</strong>d se transforma en Estado -y el Estado se forma, en consecuencia- mediante la representación.<br />
Cualquiera que sea el criterio doctrinal de que se parta, se obtendrá el resultado -cualquiera<br />
que sea también el nombre con que se lo designe- de que el Estado es un orden representativo”.<br />
El fallo, pues, radical e inevitable, en los mecanismos representativos, convierte, así,<br />
al Estado que quiere pasar como *democrático*, en un “dispositivo de cohonestación del poder”<br />
que ha preusurpado la *clase política*. Para que se vea hasta qué punto es apodíctico el sofisma<br />
en la teoría de la representación, basta pensar en cómo el resultado, querido de antemano, determina<br />
la (supuesta) fun<strong>da</strong>mentación racional que, según se pretende, lo justifica. Decía Hegel<br />
que era producto de una abstracción el afirmar que todos deben participar en la discusión y resolución<br />
de los asuntos generales del Estado, por ser miembros del mismo. Para él, la pertenencia<br />
al Estado no tenía lugar directamente, sino a través de la corporación o comuni<strong>da</strong>d en la que el<br />
individuo se integraba. Y era absurdo pensar que todos entienden de los problemas estatales. Lo<br />
que el individuo podía hacer era conformar, a su medi<strong>da</strong>, la opinión pública. (Filosofía del<br />
Derecho, & 311). (He tenido a la vista, junto con la edición alemana, las traducciones de Angélica<br />
Mendoza -de la edición italiana de Croce y Gentile- (Buenos Aires, 1937) y la de Juan Luis<br />
Vermal, Barcelona, 1988.<br />
49) “El rasgo eminentemente distintivo del ver<strong>da</strong>dero ciu<strong>da</strong><strong>da</strong>no -escribía Aristóteles- es el goce<br />
de las funciones de juez y de magistrado” (Política, cit. -ed. de Azcárate- 85). Es decir, quien<br />
que<strong>da</strong> excluído a-priori del acceso a los cargos públicos no tiene de ciu<strong>da</strong><strong>da</strong>no más que ese nombre,<br />
convertido en un eufemismo destinado a desarmar sus iras.