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Recuerdo cuando enfermó. Nos dimos cuenta porque llevó su yacija al gran nogal allí<br />

en medio de la plaza. Antes los lugares donde dormía los había tenido siempre<br />

escondidos, con su instinto s<strong>el</strong>vático. Ahora sentía la necesidad de estar siempre a la<br />

vista de los demás. A mí se me encogió <strong>el</strong> corazón: siempre había pensado que no le<br />

gustaría morir solo, y aqu<strong>el</strong>lo quizá era ya un signo. Le mandamos un médico, con una<br />

escalera; cuando bajó hizo una mueca y abrió los brazos.<br />

Subí yo por la escalera. «Cósimo - empecé a decirle -, tienes sesenta y cinco años<br />

cumplidos, ¿cómo puedes continuar estando ahí arriba? A estas alturas lo que querías<br />

decir lo has dicho, lo hemos entendido, ha sido una gran fuerza de ánimo la tuya, lo has<br />

conseguido, ahora puedes bajar. Incluso quien ha pasado toda su vida en <strong>el</strong> mar llega a<br />

una edad en la que desembarca.»<br />

Pero qué va. Dijo que no con la mano. Ya casi no hablaba. Se levantaba, de vez en<br />

cuando, envu<strong>el</strong>to en una manta hasta la cabeza, y se sentaba en una rama a disfrutar de<br />

un poco de sol. Más allá no se desplazaba. Había una vieja d<strong>el</strong> pueblo, una santa mujer<br />

(quizá una antigua amante suya), que iba a asearlo, a llevarle platos calientes. Teníamos<br />

la escalera de mano apoyada contra <strong>el</strong> tronco, porque había siempre necesidad de subir a<br />

ayudarlo, y también porque se esperaba que se decidiese de un momento a otro a bajar.<br />

(Lo esperaban los demás; yo sabía muy bien cuál era su naturaleza.) Alrededor, en la<br />

plaza, había siempre un corro de gente que le hacía compañía, hablando entre sí y a<br />

veces dirigiéndole también algunas palabras, aunque se sabía que no tenía ya ganas de<br />

hablar.<br />

Se agravó. Izamos un lecho al árbol, conseguimos mantenerlo en equilibrio; se acostó<br />

de buen grado. Tuvimos remordimientos por no haberlo pensado antes: a decir verdad él<br />

las comodidades no las rechazaba nunca: aunque viviese en los árboles, siempre había<br />

tratado de vivir lo mejor posible. Entonces nos apresuramos a darle otras comodidades:<br />

esteras para resguardarlo d<strong>el</strong> aire, un baldaquino, un brasero. Mejoró un poco, y le<br />

llevamos una butaca, la aseguramos entre dos ramas; empezó a pasarse los días allí,<br />

envu<strong>el</strong>to en sus mantas.<br />

Pero una mañana no lo vimos ni en la cama ni en la butaca, alzamos la mirada,<br />

atemorizados: había subido a la cima d<strong>el</strong> árbol y estaba a horcajadas de una rama<br />

altísima, con sólo una camisa encima.<br />

- ¿Qué haces ahí arriba?<br />

No respondió. Estaba medio rígido. Parecía que estuviese allá en lo alto por milagro.<br />

Preparamos una gran sábana de esas de recoger aceitunas, y nos pusimos unos veinte a<br />

mantenerla extendida, ya que se esperaba que cayese.<br />

Mientras tanto subió <strong>el</strong> médico; le fue difícil, hubo que atar dos escaleras una sobre<br />

otra. Bajó y dijo: «Que vaya <strong>el</strong> cura.»<br />

Ya habíamos acordado que probase un tal don Pericle, amigo suyo, cura constitucional<br />

en tiempos de los franceses, inscrito en la Logia cuando todavía no estaba prohibido al<br />

clero, y que recientemente había sido readmitido a sus funciones por <strong>el</strong> obispado,<br />

después de muchas peripecias. Subió con los ornamentos y los óleos, y detrás <strong>el</strong><br />

monaguillo. Estuvo un rato allá arriba, parecían confabular, luego descendió.<br />

- ¿Los ha recibido los sacramentos, don Pericle?<br />

- No, no, pero dice que está bien, que para él está bien así. - No conseguimos sacarle<br />

nada más.<br />

Los hombres que sostenían la sábana estaban cansados. Cósimo estaba allá arriba y<br />

no se movía. Empezó a soplar viento, era lebeche, la cumbre d<strong>el</strong> árbol oscilaba, nosotros<br />

estábamos preparados. En eso apareció en <strong>el</strong> ci<strong>el</strong>o una mongolfiera.<br />

Ciertos aeronautas ingleses hacían experiencias de vu<strong>el</strong>o en mongolfiera sobre la<br />

costa. Era un hermoso globo, adornado con flecos y franjas y borlas, con una barquilla de<br />

mimbre colgada: y dentro dos oficiales con charreteras de oro y agudos bicornios miraban<br />

con anteojos <strong>el</strong> paisaje que tenían debajo. Dirigieron los anteojos a la plaza, observando

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