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Pero entre una y otra disposición de su ánimo, dedicaba ahora sus jornadas a seguir<br />
los estudios emprendidos por Cósimo, e iba y venía de los árboles en donde éste se<br />
hallaba a la tienda de Orbecche, para pedirle libros que tenían que encargarse a libreros<br />
de Amsterdam o París, y a recoger los recién llegados. Y así preparaba su desgracia.<br />
Porque <strong>el</strong> rumor de que en Ombrosa había un clérigo que estaba al corriente de todas las<br />
publicaciones más excomulgadas de Europa, llegó hasta <strong>el</strong> tribunal eclesiástico. Una<br />
tarde, los esbirros se presentaron a nuestra villa para inspeccionar la pequeña c<strong>el</strong>da d<strong>el</strong><br />
abate. Entre sus breviarios encontraron las obras de Bayle, todavía con las hojas por<br />
cortar, pero eso bastó para que lo prendiesen allí mismo y se lo llevasen con <strong>el</strong>los.<br />
Fue una escena muy triste, en aqu<strong>el</strong>la tarde nublada, la recuerdo tal como la vi,<br />
asustado, desde la ventana de mi habitación, y dejé de estudiar la conjugación d<strong>el</strong> aoristo,<br />
porque ya no habría más clase. El viejo padre Fauch<strong>el</strong>afleur se alejaba por la alameda<br />
entre aqu<strong>el</strong>los valentones armados, y alzaba los ojos a los árboles, y en cierto momento<br />
pegó un brinco, como si quisiera correr hacia un olmo y trepar a él, pero le fallaron las<br />
piernas. Cósimo ese día estaba de caza en <strong>el</strong> bosque y no sabía nada; por lo que no se<br />
despidieron.<br />
No pudimos hacer nada para ayudarlo. Nuestro padre se encerró en su habitación y no<br />
quería probar bocado porque tenía miedo de que lo envenenaran los jesuitas. El abate<br />
pasó <strong>el</strong> resto de sus días entre cárc<strong>el</strong>es y conventos en continuos actos de abjuración,<br />
hasta que murió, sin haber comprendido, tras una vida entera dedicada a la fe, en qué<br />
creía, pero tratando de creer firmemente en <strong>el</strong>la hasta <strong>el</strong> final.<br />
De cualquier forma, <strong>el</strong> arresto d<strong>el</strong> abate no implicó ningún perjuicio a los progresos de<br />
la educación de Cósimo. De esa época data su correspondencia epistolar con los<br />
mayores filósofos y científicos de Europa, a quienes se dirigía para que le resolvieran<br />
problemas y objeciones, o incluso sólo por <strong>el</strong> placer de discutir con los espíritus mejores y<br />
al mismo tiempo ejercitarse en las lenguas extranjeras. Lástima que todos sus pap<strong>el</strong>es,<br />
que él guardaba en cavidades de árboles que nadie más conocía, no se hayan<br />
encontrado nunca, y sin duda habrán acabado roídos por las ardillas o enmohecidos; se<br />
encontrarían cartas escritas de puño y letra por los sabios más famosos d<strong>el</strong> siglo.<br />
Para guardar los libros, Cósimo construyó en distintas ocasiones una especie de<br />
bibliotecas colgantes, resguardadas lo mejor posible de la lluvia y los roedores, pero las<br />
cambiaba continuamente de sitio, según los estudios y los gustos d<strong>el</strong> momento, porque él<br />
consideraba los libros un poco como pájaros, y no quería verlos quietos o enjaulados, de<br />
lo contrario decía que entristecían. En la más sólida de estas estanterías aéreas alineaba<br />
los tomos de la Enciclopedia de Diderot y D'Alembert a medida que le llegaban de un<br />
librero de Livorno. Y si en los últimos tiempos a fuerza de estar entre tanto libro se había<br />
quedado un poco con la cabeza en las nubes, cada vez menos interesado por <strong>el</strong> mundo<br />
que lo rodeaba, ahora en cambio, con la lectura de la Enciclopedia, ciertas b<strong>el</strong>lísimas<br />
voces como Abeille, Arbre, Bois, Jardin le hacían volver a descubrir todas las cosas de<br />
alrededor como nuevas. Entre los libros que se hacía enviar, empezaron a figurar también<br />
manuales de artes y oficios, por ejemplo de arboricultura, y no veía la hora de<br />
experimentar los nuevos conocimientos.<br />
A Cósimo siempre le había gustado observar a la gente que trabaja, pero hasta<br />
entonces su vida en los árboles, sus desplazamientos y su caza siempre habían<br />
respondido a estímulos aislados e injustificados, como si fuera un pajarillo. Ahora, en<br />
cambio, le asaltó la necesidad de hacer algo útil para su prójimo. Y también esto, si bien<br />
se mira, lo había aprendido con la compañía d<strong>el</strong> bandido; <strong>el</strong> placer de ser útil, de<br />
desplegar un servicio indispensable para los demás.<br />
Aprendió <strong>el</strong> arte de podar los árboles, y ofrecía su trabajo a los cultivadores de huertos,<br />
en invierno, cuando los árboles extienden irregulares laberintos de ramitas y parece que<br />
no deseen sino ser reducidos a formas más ordenadas para cubrirse de flores y hojas y<br />
frutos.