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dejado en Sevilla, Granada, y de sus posesiones y graneros y cuadras, y lo invitaban para<br />

<strong>el</strong> día en que serían reintegrados a sus honores. D<strong>el</strong> rey que los había desterrado<br />

hablaban con un acento que era a un tiempo de aversión fanática y de devota reverencia,<br />

a veces consiguiendo separar exactamente la persona contra la cual sus familias estaban<br />

en lucha y <strong>el</strong> título real de cuya autoridad emanaba la propia. A veces, en cambio,<br />

intencionadamente mezclaban las dos maneras opuestas de considerarlo en un único<br />

ímpetu: y Cósimo, cada vez que la conversación recaía sobre <strong>el</strong> soberano, no sabía qué<br />

cara poner.<br />

Flotaba sobre todos los ademanes y las palabras de los exiliados un aura de tristeza y<br />

luto, que en parte correspondía a su naturaleza y en parte a una determinación voluntaria,<br />

como a veces ocurre en quien combate por una causa de convicciones no muy definidas y<br />

trata de suplirlo con la seriedad de su comportamiento.<br />

En las jovencitas - que a primera vista todas le parecieron a Cósimo algo demasiado<br />

p<strong>el</strong>udas y opacas de pi<strong>el</strong> - serpenteaban unos indicios de brío, siempre frenados a tiempo.<br />

Dos de <strong>el</strong>las jugaban, de un plátano a otro, al volante. Tic, tac, tic, tac, y luego un gritito: <strong>el</strong><br />

volante había caído a la calle. Lo recogía un chiquillo de Olivabassa y por devolverlo<br />

pedía dos pesetas.<br />

Sobre <strong>el</strong> último árbol, un olmo, estaba un viejo, llamado <strong>el</strong> conde, sin p<strong>el</strong>uca, vestido<br />

modestamente. El padre Sulpicio, acercándose bajó la voz, y Cósimo fue inducido a<br />

imitarlo. El conde con un brazo apartaba de vez en cuando una rama y contemplaba <strong>el</strong><br />

declive de la colina y una llanura, ora verde ora parda, que se perdía a lo lejos.<br />

Sulpicio susurró a Cósimo una historia de un hijo suyo detenido en las cárc<strong>el</strong>es d<strong>el</strong> rey<br />

Carlos y torturado. Cósimo comprendió que mientras todos aqu<strong>el</strong>los hidalgos se hacían<br />

los exiliados, por decirlo así, pero tenían que acordarse y repetirse muy a menudo por qué<br />

y cómo se encontraban allí, sólo aqu<strong>el</strong> anciano sufría de verdad. Este gesto de apartar la<br />

rama como aguardando ver aparecer otra tierra, este avanzar poco a poco la mirada en la<br />

extensión ondulada como esperando no encontrar nunca <strong>el</strong> horizonte, conseguir entrever<br />

un país, ¡ay!, cuán lejano, era <strong>el</strong> primer verdadero signo de exilio que Cósimo veía. Y<br />

comprendió cuánto contaba para aqu<strong>el</strong>los hidalgos la presencia d<strong>el</strong> conde, como si fuese<br />

<strong>el</strong>la la que los mantenía juntos, la que les daba un sentido. Era él, quizá <strong>el</strong> más pobre,<br />

seguramente en la patria <strong>el</strong> menos importante de <strong>el</strong>los, quien les decía lo que debían<br />

sufrir y esperar.<br />

Volviendo de las visitas, Cósimo vio sobre un aliso a una muchacha que no había visto<br />

antes. Con dos saltos estuvo allí.<br />

Era una chica con ojos de un b<strong>el</strong>lísimo color azul y tez perfumada. Sostenía un cubo.<br />

- ¿Cómo es que cuando he visto a todos no os he visto?<br />

- Estaba en <strong>el</strong> pozo a por agua - y sonrió. D<strong>el</strong> cubo, algo inclinado, cayó agua. Él la<br />

ayudó a sostenerlo.<br />

- ¿Así que vos bajáis de los árboles?<br />

- No; hay un cerezo retorcido que da sombra al pozo. Desde allí bajamos los cubos.<br />

Venid.<br />

Caminaron por una rama, salvando <strong>el</strong> muro de un patio. Ello lo guió al pasar por <strong>el</strong><br />

cerezo. Debajo estaba <strong>el</strong> pozo.<br />

- ¿Veis, barón?<br />

- ¿Cómo sabéis que soy barón?<br />

- Yo lo sé todo - sonrió -. Mis hermanas me han informado enseguida de la visita.<br />

- ¿Son las d<strong>el</strong> volante?<br />

- Irene y Raimunda, exactamente.<br />

- ¿Las hijas de don Federico?<br />

- Sí...<br />

- ¿Y vuestro nombre?<br />

- Úrsula.

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