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Los exiliados c<strong>el</strong>ebraban a menudo reuniones en una gran encina, parlamentos en los<br />

que se redactaban cartas al soberano. Estas cartas, en principio, tenían que ser siempre<br />

de indignada protesta y de amenaza, casi de ultimátum; pero en cierto momento, uno u<br />

otro de <strong>el</strong>los proponía fórmulas más blandas, más respetuosas, y así se acababa en una<br />

súplica en la que se prosternaban humildemente a los pies de las graciosas majestades<br />

implorando <strong>el</strong> perdón.<br />

Entonces se levantaba <strong>el</strong> Conde. Todos enmudecían. El conde, mirando hacia lo alto,<br />

empezaba a hablar, con voz baja y vibrante, y decía todo lo que tenía dentro. Cuando se<br />

volvía a sentar, los demás se quedaban serios y mudos. Nadie aludía más a la súplica.<br />

Cósimo formaba ya parte de la comunidad e intervenía en los parlamentos. Y allí, con<br />

ingenuo fervor juvenil, explicaba las ideas de los filósofos, y los desafueros de los<br />

soberanos, y cómo los estados podían ser guiados según la razón y la justicia. Pero entre<br />

todos, los únicos que podían prestarle oídos eran <strong>el</strong> conde, que porque era viejo se<br />

devanaba siempre los sesos en busca de un modo de entender y resistir, Úrsula, que<br />

había leído algún libro, y un par de muchachas algo más despiertas que las demás. El<br />

resto de la colonia eran de cabeza dura como una su<strong>el</strong>a, se diría que podían clavarse<br />

clavos en <strong>el</strong>la.<br />

En fin, este conde, en vez de estar siempre, dale que dale, contemplando <strong>el</strong> paisaje,<br />

comenzó a querer leer libros. Rousseau le resultó un poco ingrato; Montesquieu, en<br />

cambio, le gustaba: ya era un paso. Los otros hidalgos, nada, aunque alguno a<br />

escondidas d<strong>el</strong> padre Sulpicio le pedía prestada a Cósimo La Donc<strong>el</strong>la para dedicarse a<br />

leer las páginas atrevidas. Así, con <strong>el</strong> conde que cavilaba sobre aqu<strong>el</strong>las nuevas ideas,<br />

las reuniones en la encina tomaron otro cariz: ya se hablaba de ir a España a hacer la<br />

revolución.<br />

El padre Sulpicio al principio no olfateó <strong>el</strong> p<strong>el</strong>igro. Él ya no era de por sí muy agudo, y,<br />

alejado de toda la jerarquía de sus superiores, no estaba al día con respecto a los<br />

venenos de las conciencias. Pero en cuanto pudo volver a ordenar las ideas (o en cuanto,<br />

dicen otros, recibió unas cartas con los s<strong>el</strong>los episcopales), empezó a decir que <strong>el</strong><br />

demonio se había introducido en aqu<strong>el</strong>la comunidad y que era de esperar una lluvia de<br />

rayos, que redujera a cenizas los árboles con todos <strong>el</strong>los encima.<br />

Una noche, Cósimo fue despertado por un lamento. Acudió con una linterna y en <strong>el</strong><br />

olmo d<strong>el</strong> conde vio al viejo atado al tronco y al jesuita que apretaba los nudos.<br />

- ¡Alto ahí, padre! ¿Qué es esto?<br />

- ¡El brazo de la Santa Inquisición, hijo! Ahora le toca a este desdichado viejo, para que<br />

confiese la herejía y escupa al demonio. ¡Después te tocará a ti!<br />

Cósimo sacó la espada y cortó las cuerdas.<br />

- ¡Cuidado, padre! ¡Hay también otros brazos, que observan la razón y la justicia!<br />

El jesuita de la capa sacó una espada desenvainada.<br />

- ¡Barón de Rondó, vuestra familia tiene desde hace tiempo una cuenta pendiente con<br />

mi Orden!<br />

- ¡Tenía razón mi difunto padre! - exclamó Cósimo cruzando su acero -. ¡La compañía<br />

no perdona!<br />

Se batieron en equilibrio sobre las ramas. Don Sulpicio era un esgrimista exc<strong>el</strong>ente, y<br />

varias veces mi hermano se encontró en un apuro. Estaban en <strong>el</strong> tercer asalto cuando <strong>el</strong><br />

conde, reanimado, se puso a gritar. Se despertaron los demás exiliados, acudieron, se<br />

interpusieron entre los du<strong>el</strong>istas. Sulpicio hizo desaparecer enseguida su espada, y como<br />

si nada ocurriera se puso a recomendarles calma.<br />

Silenciar un hecho tan grave habría sido impensable en cualquier otra comunidad, pero<br />

no en aquélla, con <strong>el</strong> deseo que tenían de reducir al mínimo todos los pensamientos que<br />

asomaban por sus cabezas. Así don Federico intervino con sus buenos oficios y se llegó a<br />

una especie de conciliación entre don Sulpicio y <strong>el</strong> conde, que lo dejaba todo como antes.

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