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La marquesa llegó. Como siempre, los c<strong>el</strong>os de él la pusieron contenta; en parte los<br />

incitó, en parte los tomó a broma. Y así volvieron los hermosos días de amor y mi<br />

hermano era f<strong>el</strong>iz.<br />

Pero la marquesa ahora no perdía la menor ocasión para acusar a Cósimo de tener d<strong>el</strong><br />

amor una idea muy estrecha.<br />

- ¿Qué quieres decir? ¿Que soy c<strong>el</strong>oso?<br />

- Haces bien en estar c<strong>el</strong>oso. Pero tú pretendes someter los c<strong>el</strong>os a la razón.<br />

- Claro: así los hago más eficaces.<br />

- Tú razonas demasiado. ¿Por qué se razona con <strong>el</strong> amor?<br />

- Para amarte más. Cualquier cosa, si se hace razonando, aumenta su poder.<br />

- Vives en los árboles y tienes la mentalidad de un notario con gota.<br />

- Las empresas más osadas se viven con <strong>el</strong> alma más sencilla.<br />

Continuaba hablando sentenciosamente, hasta que <strong>el</strong>la huía; entonces él la seguía, se<br />

desesperaba, se arrancaba los cab<strong>el</strong>los.<br />

Por esos días, una nave almirante inglesa echó <strong>el</strong> ancla en nuestra rada. El almirante<br />

dio una fiesta a los notables de Ombrosa y a los oficiales de otras naves de tránsito; la<br />

marquesa fue a la fiesta; desde esa noche Cósimo volvió a probar las penas de los c<strong>el</strong>os.<br />

Dos oficiales de dos naves distintas se prendaron de doña Viola y se les veía<br />

continuamente en la orilla, cortejando a la dama y tratando de superarse en sus<br />

atenciones. Uno era teniente de navío de la flota inglesa; <strong>el</strong> otro era también teniente de<br />

navío, pero de la flota napolitana. Tras alquilar dos caballos, los tenientes iban y venían<br />

bajo las terrazas de la marquesa y cuando se encontraban, <strong>el</strong> napolitano le echaba al<br />

inglés una ojeada como para reducirlo a cenizas, mientras que entre los párpados<br />

entornados <strong>el</strong> inglés lo asaeteaba con una mirada como la punta de una espada.<br />

¿Y doña Viola? Pues ¿no empieza, aqu<strong>el</strong>la coqueta, a estarse horas y horas en casa, a<br />

asomarse al antepecho en matinée, como si fuese una viudita reciente, apenas salida d<strong>el</strong><br />

luto? Cósimo, al no tenerla ya consigo en los árboles, al no oír acercarse <strong>el</strong> galope d<strong>el</strong><br />

caballo blanco, enloquecía, y su puesto acabó por estar (también para él) ante aqu<strong>el</strong>la<br />

terraza, vigilando a <strong>el</strong>la y a los dos tenientes de navío.<br />

Estaba estudiando <strong>el</strong> modo de jugarles alguna mala pasada a los rivales, que los<br />

hiciese regresar lo más rápidamente posible a sus respectivas naves, pero al ver que<br />

Viola mostraba <strong>el</strong> mismo agrado por la corte de uno y de otro, volvió a tener la esperanza<br />

de que <strong>el</strong>la sólo quería jugar con ambos, y al tiempo con él. No por <strong>el</strong>lo disminuyó la<br />

vigilancia: al primer signo que hubiera dado <strong>el</strong>la de preferir a uno de los dos, estaba<br />

dispuesto a intervenir.<br />

Una mañana pasa <strong>el</strong> inglés. Viola está en la ventana. Se sonríen. La marquesa deja<br />

caer un billete. El oficial lo agarra al vu<strong>el</strong>o, lo lee, se inclina, ruborizado, y pica espu<strong>el</strong>as.<br />

¡Una cita! ¡El inglés era <strong>el</strong> afortunado! Cósimo se juró a sí mismo no dejarlo llegar<br />

tranquilo a la noche.<br />

En eso pasa <strong>el</strong> napolitano. Viola le lanza un billete también a él. El oficial lo lee, se lo<br />

lleva a los labios y lo besa. ¿Así pues se consideraba <strong>el</strong> <strong>el</strong>egido? ¿Y <strong>el</strong> otro, entonces?<br />

¿Contra cuál de los dos tenía que actuar Cósimo? Sin duda, a uno de los dos, doña Viola<br />

le había fijado una cita; al otro le habría gastado sólo una broma de las suyas. ¿O quería<br />

mofarse de los dos?<br />

Por lo que respecta al lugar de la cita, Cósimo centraba sus sospechas en un quiosco<br />

al fondo d<strong>el</strong> parque. Poco antes la marquesa lo había hecho reparar y amueblar, y a<br />

Cósimo le roían los c<strong>el</strong>os porque ya no eran los tiempos en que <strong>el</strong>la cargaba las copas de<br />

los árboles con cortinas y divanes: ahora se preocupaba de sitios donde él nunca entraría.<br />

«Vigilaré <strong>el</strong> pab<strong>el</strong>lón - se dijo Cósimo -. Si ha fijado una cita con uno de los dos tenientes,<br />

sólo puede ser allí.» Y se instaló en la espesura de un castaño de Indias.<br />

Poco antes de la puesta de sol se oye un galope. Llega <strong>el</strong> napolitano. «¡Ahora lo<br />

provoco!», piensa Cósimo, y con una cerbatana le tira al cu<strong>el</strong>lo una bolita de estiércol de

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