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Brughi le había pillado tal furia de lecturas, que devoraba nov<strong>el</strong>a tras nov<strong>el</strong>a y, al estar<br />

todo <strong>el</strong> día escondido leyendo, en un día liquidaba unos tomos que mi hermano había<br />

empleado una semana en leer, y entonces no había manera, quería otro, y si no era <strong>el</strong> día<br />

establecido se lanzaba por los campos en busca de Cósimo, asustando a las familias en<br />

los caseríos y arrastrando detrás suyo a toda la fuerza pública de Ombrosa.<br />

Ahora a Cósimo, aún más apremiado por las peticiones d<strong>el</strong> bandido, los libros que yo<br />

conseguía procurarle ya no le bastaban, y tuvo que ir a buscar otros proveedores.<br />

Conoció a un comerciante de libros judío, un tal Orbecche, que le suministraba incluso<br />

obras en varios tomos. Cósimo iba a llamar a su ventana desde las ramas de un algarrobo<br />

llevándole liebres, tordos y perdices acabados de cazar a cambio de volúmenes.<br />

Pero Gian dei Brughi tenía sus gustos, no se le podía dar un libro cualquiera, pues al<br />

día siguiente buscaba a Cósimo para que se lo cambiase. Mi hermano estaba en la edad<br />

en que se empieza a gozar con lecturas más sustanciosas, pero se veía obligado a ir<br />

despacio, desde que Gian dei Brughi le devolvió Las aventuras de T<strong>el</strong>émaco,<br />

advirtiéndole que si le daba otra vez un libro tan aburrido, le serraría <strong>el</strong> árbol por debajo.<br />

Cósimo, a partir de este momento, habría querido separar los libros que quería leer por<br />

su cuenta con toda calma de los que se procuraba sólo para dejárs<strong>el</strong>os al bandido. Pero<br />

no: también a éstos tenía que echarles al menos una ojeada, porque Gian dei Brughi se<br />

volvía cada vez más exigente y desconfiado, y antes de quedarse con un libro quería que<br />

le contase un poco <strong>el</strong> argumento, y pobre de él como lo cogiera en falta. Mi hermano<br />

probó a pasarle nov<strong>el</strong>itas de amor, y <strong>el</strong> bandido llegaba furioso preguntando si lo había<br />

tomado por una mujercita. No se conseguía adivinar nunca lo que le gustaba.<br />

En resumidas cuentas, con Gian dei Brughi pegado a él, la lectura para Cósimo, de<br />

aqu<strong>el</strong>la distracción de media horita, se convirtió en su ocupación principal, en <strong>el</strong> objeto de<br />

todo <strong>el</strong> día. Y a fuerza de manejar volúmenes, de juzgarlos y compararlos, de tener que<br />

conocer siempre otros nuevos, entre lecturas para Gian dei Brughi y la creciente<br />

necesidad de lecturas para sí, a Cósimo le entró tal pasión por las letras y por todo <strong>el</strong><br />

saber humano que no le eran suficientes las horas desde <strong>el</strong> alba al ocaso para lo que<br />

habría querido leer, y seguía incluso en la oscuridad, a la luz de una linterna.<br />

Descubrió al fin las nov<strong>el</strong>as de Richardson. A Gian dei Brughi le gustaron. Acabada<br />

una, en seguida quería otra. Orbecche le consiguió un montón de volúmenes. El bandido<br />

tenía lectura para un mes. Cósimo, recobrada la tranquilidad, se lanzó a leer las vidas de<br />

Plutarco.<br />

Gian dei Brughi, mientras tanto, tumbado en su lecho, con los hirsutos cab<strong>el</strong>los rojos<br />

llenos de hojas secas sobre la frente fruncida, los ojos verdes que se le enrojecían por <strong>el</strong><br />

esfuerzo de la vista, leía y leía moviendo la mandíbula en un d<strong>el</strong>etreo furioso, teniendo en<br />

alto un dedo húmedo de saliva dispuesto a volver la página. Con la lectura de Richardson,<br />

una inclinación latente desde hacía tiempo en su ánimo lo iba consumiendo: un deseo de<br />

una vida rutinaria y casera, de parentescos, de sentimientos familiares, de virtudes, de<br />

aversión a los malvados y los viciosos. Todo lo que lo rodeaba ya no le interesaba, o lo<br />

llenaba de disgusto. Ya no salía de su guarida salvo para correr hacia Cósimo para que le<br />

cambiase <strong>el</strong> volumen, en especial si era una nov<strong>el</strong>a en varios tomos y se había quedado a<br />

la mitad de la historia. Vivía así, aislado, sin darse cuenta de la tempestad de<br />

resentimientos que estaba incubando contra él incluso entre los habitantes d<strong>el</strong> bosque, en<br />

un tiempo sus fi<strong>el</strong>es cómplices, pero que ahora se habían cansado de tener entre <strong>el</strong>los un<br />

bandido inactivo, que atraía a todos los esbirros.<br />

En otra época, se le habían acercado cuantos en los alrededores tenían cuentas que<br />

ajustar con la justicia, aunque fuese poco, -habituales pequeños robos, como los de<br />

aqu<strong>el</strong>los vagabundos estañadores de ollas, o d<strong>el</strong>itos propiamente dichos, como los de sus<br />

compañeros bandidos. Para cada hurto o atraco esta gente se aprovechaba de su<br />

autoridad y experiencia, e incluso se escudaba con su nombre, que corría de boca en<br />

boca y dejaba los suyos en la sombra. Y quien no tomaba parte en los golpes también

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