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Cósimo podaba bien y pedía poco; de modo que no había pequeño propietario o<br />

arrendatario que no le pidiese que se pasara por sus tierras, y se le veía, en <strong>el</strong> aire<br />

cristalino de esas mañanas, erguido con las piernas abiertas en los bajos árboles<br />

desnudos, <strong>el</strong> cu<strong>el</strong>lo envu<strong>el</strong>to en una bufanda hasta las orejas, alzar las grandes tijeras y,<br />

¡chac!, ¡chac!, cortar con seguridad ramitas secundarias y puntas. La misma habilidad<br />

aplicaba en los jardines, con los árboles de sombra y de adorno, armado con una sierra<br />

corta, y en los bosques, donde intentó sustituir <strong>el</strong> hacha de los leñadores, adecuada<br />

solamente para asestar golpes al pie de un tronco secular para derribarlo entero, por su<br />

ligera hacheta, que trabajaba sólo en las horcaduras y las copas. En suma, <strong>el</strong> amor por<br />

éste su <strong>el</strong>emento arbóreo también lo supo convertir en despiadado y doloroso, como es<br />

propio de todos los amores verdaderos, que hieren y cortan para hacer crecer y dar<br />

forma. Desde luego él cuidaba, al podar y talar, de servir no sólo <strong>el</strong> interés d<strong>el</strong> propietario<br />

d<strong>el</strong> árbol, sino también <strong>el</strong> suyo propio, de viandante que tiene necesidad de hacer más<br />

practicables sus caminos; por lo que se las arreglaba para que las ramas que le servían<br />

de puente entre un árbol y otro se salvaran siempre, y recibieran fuerza por la supresión<br />

de las demás. Así, esta naturaleza de Ombrosa que él ya había encontrado tan benigna,<br />

con su arte contribuía a convertirla en mucho más favorable para sí, amigo al mismo<br />

tiempo d<strong>el</strong> prójimo, de la naturaleza y de sí mismo. Y las ventajas de este obrar prudente<br />

las disfrutó sobre todo en la edad más tardía, cuando la forma de los árboles suplía cada<br />

vez más su pérdida de fuerzas. Después, fue suficiente la llegada de generaciones con<br />

menos criterio, de una avidez imprudente, gente no amiga de nada, ni siquiera de sí<br />

misma, y ya todo ha cambiado, ningún Cósimo podrá jamás andar por los árboles.<br />

XIV<br />

Si <strong>el</strong> número de los amigos de Cósimo crecía, también se había hecho enemigos. Los<br />

vagabundos d<strong>el</strong> bosque, en efecto, tras la conversión de Gian dei Brughi a las buenas<br />

lecturas y su posterior caída, se habían quedado en la estacada. Una noche, mi hermano<br />

dormía en su odre colgado de un fresno, en <strong>el</strong> bosque, cuando lo despertó un ladrido d<strong>el</strong><br />

pachón. Abrió los ojos y había luz: llegaba de abajo, había fuego al mismo pie d<strong>el</strong> árbol y<br />

las llamas ya lamían <strong>el</strong> tronco.<br />

¡Un incendio en <strong>el</strong> bosque! ¿Quién lo había prendido? Cósimo estaba muy seguro de<br />

no haber golpeado siquiera <strong>el</strong> pedernal esa noche. ¡Por tanto era una fechoría de aqu<strong>el</strong>los<br />

maleantes! Querían que ardiera <strong>el</strong> bosque para apoderarse de leña y al mismo tiempo<br />

inculpar de <strong>el</strong>lo a Cósimo; y no sólo eso, sino quemarlo vivo.<br />

En un principio, Cósimo no pensó en <strong>el</strong> p<strong>el</strong>igro que lo amenazaba tan de cerca; pensó<br />

que aqu<strong>el</strong> inmenso reino lleno de caminos y refugios sólo suyos podía ser destruido, y ése<br />

era todo su terror. Óptimo Máximo escapaba para no quemarse, volviéndose de vez en<br />

cuando para lanzar un ladrido desesperado: <strong>el</strong> fuego se estaba propagando al monte<br />

bajo.<br />

Cósimo no se desalentó. Al fresno donde tenía entonces su refugio había transportado,<br />

como siempre hacía, muchas cosas; entre <strong>el</strong>las, un barrilete lleno de horchata, para<br />

aplacar la sed estival. Trepó hasta <strong>el</strong> barrilete. Por las ramas d<strong>el</strong> fresno huían las ardillas y<br />

los murciélagos alarmados, de los nidos se escapaban los pájaros. Agarró <strong>el</strong> barrilete y<br />

estaba a punto de sacar la estaquilla y mojar <strong>el</strong> tronco d<strong>el</strong> fresno para salvarlo de las<br />

llamas, cuando pensó que <strong>el</strong> incendio se estaba ya propagando a la hierba, a las hojas<br />

secas, a los arbustos y pronto llegaría a todos los árboles de alrededor. Decidió correr <strong>el</strong><br />

riesgo: «¡Que se queme <strong>el</strong> fresno! Si con esta horchata consigo mojar la tierra alrededor<br />

de donde las llamas todavía no han llegado, ¡detengo <strong>el</strong> incendio!» Y destapado <strong>el</strong><br />

barrilete, con movimientos ondulantes y circulares dirigió <strong>el</strong> chorro al su<strong>el</strong>o, sobre las

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