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Quizá la descripción más concisa y exacta del<br />
acontecimiento pascual de Cristo la encontramos en<br />
aquellas palabras de Juan: «Antes de la fiesta de la<br />
pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de<br />
pasar de este mundo al Padre» (Jn 13,1). Efectivamente,<br />
la pascua, en sentido estricto, no es sino el<br />
«paso de este mundo al Padre»; es decir, el paso de<br />
este mundo, cautivo del pecado, al Padre, meta suprema<br />
de nuestras esperanzas. Con todo, en un sentido<br />
más amplio, podríamos interpretar la totalidad<br />
del misterio de Cristo, desde su encarnación hasta<br />
su muerte, como misterio pascual. En esta perspectiva<br />
precisamente habría que releer aquellas otras<br />
palabras que el mismo Juan pone en labios de Jesú.s:<br />
«Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora deJo<br />
otra vez el mundo y voy al Padre (Jn 16,28). Estas<br />
palabras son, al mismo tiempo, una síntesis del misterio<br />
de Cristo y del misterio pascual. En la primera<br />
parte se hace alusión a la primera fase del misterio:<br />
separación y alejamiento del Padre e inmersión en el<br />
mundo; esto es, en la historia. Se trata del exilio terrestre<br />
o carnal de Cristo. Nunca renunciará éste a<br />
su condición divina -¡sería impensable!-, pero sí a la<br />
gloria que le corresponde como hijo de Dios. Al asumir<br />
su condición de hombre, se hace uno de tantos,<br />
compartiendo todas las inclemencias de la existencia<br />
en el mundo y la fragilidad de la carne, en solidaridad<br />
con todos los hombres. Este gesto solidario<br />
culminará en la cruz, momento supremo en el que<br />
desemboca todo el proceso de humillación y de abajamiento<br />
(kél1osis) de Cristo (ef. Flp 2,5-8). El «santo»<br />
se ha hecho «pecado» para que el hombre recupere<br />
la comunión con el Padre (ef. 2 Cor 5,21); yel<br />
«Señor» se ha convertido en «siervo», obediente<br />
hasta la muerte. Su alejamiento del Padre toca aquí<br />
los niveles más profundos y dramáticos. Es el momento<br />
de la gran soledad de Jesús. El mismo gritará<br />
en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has<br />
abandonado?» (Mt 27,46).<br />
En la cruz, en el instante supremo de la entrega<br />
de su vida, se inicia el proceso de retorno al Padre y<br />
de su glorificación definitiva. Es la vuelta al Padre,<br />
que le inunda de gloria y le colma de santidad. Ahora<br />
aparecerá de nuevo en la plenitud de su gloria y<br />
se sentará, para siempre, a la derecha del Padre<br />
La resurrección es el «sí» de aprobación del Padre<br />
al gesto de obediencia y sacrificio del hijo. Es el<br />
38 PARA VIVIRELAÑOLITURGICO<br />
Padre quien le resucita y le glorifica. De esta manera<br />
desaparece por completo la ambigüedad de la<br />
muerte de Jesús. Desde la resurrección, la muerte<br />
adquiere un sentido de plenitud y de triunfo. Así lo<br />
expresa el himno de la carta a los Filipenses:<br />
«Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el nombre,<br />
que está sobre todo nombre. Para que al nombre de<br />
Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y<br />
en los abismos» (Flp 2,9-<strong>10</strong>).<br />
Desde esta reflexión, apenas esbozada, el misterio<br />
de Cristo es visto como un camino de humillación<br />
y de exaltación, de pasión y de gloria, de muerte<br />
y de vida. El uso de la palabra «paso» con referencia<br />
a la pascua confiere a la totalidad del misterio<br />
de Cristo un estimulante sentido dinámico y una<br />
configuración unitaria e indisociable. Muerte y resurrección,<br />
humillación y gloria, no son dos aspectos<br />
o etapas yuxtapuestas, sino un camino único y<br />
misterioso en el que se encuadra la extraordinaria<br />
aventura del hijo de Dios hecho hombre. A esta<br />
aventura me refiero cuando hablo del acontecimiento<br />
pascual.<br />
2. La pascua como transformación<br />
de la existencia<br />
Hay que retomar aquí la reflexión con que cerraba<br />
el punto anterior. Me refiero a la interpretación<br />
de la pascua como «paso». Es cierto que la tradición<br />
cristiana no se muestra acorde sobre este<br />
particular. Sabemos que un cierto número de Padres<br />
y autores eclesiásticos de los siglos II y III emparentan<br />
la palabra pascha con el vocablo griego pascheil1,<br />
que significa «padecer» (Melitón de Sardes y el autor<br />
anónimo de una homilía pascual del siglo n,<br />
Lactancia, Hipólito de Roma, Gregario de Elvira y<br />
Gaudencio de Brescia). Tal derivación es completamente<br />
falsa. La palabra pascha es un vocablo de origen<br />
hebreo, no de origen griego. Sin embargo, no es<br />
tanto la derivación etimológica lo que dichos autores<br />
pretenden asegurar cuanto las consecuencias catequéticas<br />
y teológicas de la misma. En el fondo, el<br />
uso de tan descabellada etimología es, más que nada,<br />
un recurso retórico o pedagógico, apoyado en la<br />
afinidad fonética de ambos vocablos. Pascha, pues,