Revista Kollasuyo número 1 -L- 1939 – 1895kb - andes
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herejes. Este, que se llamaba don Anselmo, había llegado precisamente el día en que se<br />
celebraban las bodas de su novia; pero, acostumbrado a amarla antes de verla, por encargo de sus<br />
padres, la adoró sin esperanza después de conocerla. Don Pedro... dicen que no tomó su<br />
chocolate a la hora acostumbrada el día de la muerte de su esposa, y que no ocurrió lo mismo al<br />
siguiente.<br />
IV<br />
Dios dispuso las cosas de otra manera que don Pedro. El hijo mayor que había nacido<br />
enfermizo y languidecía como su madre, debía morir sin llenar su gloriosa misión. Enrique no<br />
deseaba consagrarse al servicio de las armas; quería instruirse, devoraba todos los libros que<br />
podían llegar a sus manos; su primera lectura seria había sido por desgracia "la vida y hechos del<br />
Almirante don Cristóbal Colón", por el hijo de éste don Fernando; obtuvo, a fuerza de ruegos y de<br />
lágrimas, el permiso de estudiar en Chuquisaca. Teresa no encontraba novio por sus buenas<br />
prendas, que eran nulas, y no sentía afición a ser esposa de Jesucristo. Carlos tenía aficiones<br />
artísticas y ardiente imaginación: aprendía fácilmente la música, pintaba, esculpía, sin maestros,<br />
procurándose difícilmente modelos de escaso mérito.<br />
A estas dificultades, que oponían la constitución física y el carácter personal, agregó otra<br />
insuperable, un sentimiento que todo lo domina y que sólo dejan de comprender rarísimas almas,<br />
como la de don Pedro, por ejemplo.<br />
Una niña huérfana, criada bajo el amparo de la santa mártir doña Isabel, casi al igual que<br />
sus hijos, resultó ser un portento de bondad y de hermosura, admirable e increíble fenómeno,<br />
según el noble señor de Altamira; porque la chica tenía sangre de Calatayud en sus venas y era la<br />
hija de su mayordomo! Amábanla cuantos la veían, hasta las mujeres que siempre tienen su<br />
poquito de envidiosas; pero Teresa, que tenía más que nadie de esa pasión en el alma, odiábala<br />
de un modo que ya no es posible explicar. Veía pálida, mordiéndose sus labios, saludar<br />
afectuosamente antes que a ella, a esa miserable botada; las personas que la veían por primera<br />
vez, tomaban a la una por la otra; creían que la bella joven era la hija de Altamira y "la poco<br />
agraciada” la huerfanita. ¡Figuráos lo que esto haría sufrir a la hija de don Pedro, idéntica en el<br />
orgullo a su padre!<br />
Carlos amó con delirio a la huérfana. Lo mismo sucedió con Enrique, cuando volvió de<br />
haber hecho sus estudios en la Universidad. Teresa se encargó de hacer saber a sus hermanos<br />
que eran rivales. Voy a referiros únicamente dos episodios.<br />
Un día los cuatro jóvenes se refugiaron de la tormenta en el hueco tronco del ceibo de que<br />
en otra parte os he hablado y al que ellos daban el nombre de el Patriarca. Teresa y Rosa — así se<br />
llamaba la adorable mestiza — se habían sentado a descansar en el suelo, cuando dieron un grito<br />
de espanto y volvieron a levantarse pálidas y temblorosas. Una víbora negra asomaba entre dos<br />
piedras. Enrique se lanzó sobre ella, la cogió y despedazó con sus manos, no sin ser cruelmente<br />
mordido por el reptil. Teresa se acercó y le dijo al oído:<br />
—Míralos, tonto!<br />
Rosa se había colgado del cuello de Carlos, y éste la sostenía entre sus brazos.<br />
Otro día, un día de fiesta en que don Pedro celebraba con sus amigos, en la mesa, el de su<br />
cumpleaños, Teresa se aproximó al asiento de Carlos, y le dijo:<br />
—Ven... sígueme.<br />
Y lo condujo de la mano al corredor que daba frente al huerto, y le señaló con la mano un<br />
banco de mirto que rodeaba un hermoso nogal. Rosa y Enrique estaban sentados en el banco, y el<br />
segundo, deshojaba una flor del campo entre sus dedos.<br />
—"Si me quieres, no me quieres" — murmuró Teresa a los oídos de Carlos, y se escapó en<br />
seguida, riendo como una loca.<br />
Los dos hermanos tuvieron poco después una explicación.<br />
—Me ama, — dijo Carlos.<br />
—Yo "la amo sin esperanza —contestó el otro.<br />
He aquí por qué el hijo de don Pedro, que debía servir al rey en las milicias, fué más bien<br />
el que eligió un convento entre los seis de frailes, y eligió precisamente el de San Agustín por<br />
auxiliar con sus esfuerzos al Guardián Escalera en la reedificación de su templo, lo que se<br />
consiguió, y en la reforma de los hermanos, lo que siempre fué imposible. Don Pedro no consintió<br />
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