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Revista Kollasuyo número 1 -L- 1939 – 1895kb - andes

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Armando<br />

El pensamiento humano no hace otra cosa que girar en torno de ese problema, Roberto.<br />

Mas, precisamente, para resolverlo, hay que transponer el umbral de la propia vida. Sólo por el<br />

conocimiento de las cosas, por el dominio de la naturaleza es que podemos llegar a la conciencia y<br />

al dominio de nosotros mismos. Para que lleguemos a comprendernos, es necesario que nos<br />

coloquemos en el escenario de la realidad que nos rodea. El pensamiento que se encierra en sí<br />

mismo está, de antemano, condenado a la esterilidad. Como el sol, la sabiduría, serena y<br />

generosa, necesita envolver en un mismo halo al insecto y al hombre.<br />

Roberto<br />

Piensas, por ventura, que sabiendo lo que es un vegetal, una piedra o un animal, puedo<br />

llegar a conocerme a mí mismo, y a descorrer el velo que oculta mi propio destino? No, Armando.<br />

El mundo es, apenas, un reflejo de lo que llevamos dentro de nosotros. Sólo vemos fuera de<br />

nosotros aquello que queremos ver. El salvaje que tiene el alma dominada por el miedo, sólo ve,<br />

en la naturaleza, seres; fantásticos: el árbol es un dios, la piedra es un demonio. El europeo, al<br />

contrario, prudente y económico, con el alma razonable y práctica, no puede ver en el mundo<br />

ninguna inútil magnificencia. ¿Quién está en lo cierto? Vemos el mundo a nuestra imagen y<br />

semejanza. De qué sirve que la gente se extenúe, con los ojos y las manos puestos sobre las<br />

cosas, si dentro de nosotros existe el vacío? El hombre, nosotros mismos, nuestro mundo interior,<br />

eso es lo que importa. El resto no existe sino en función de esa única realidad.<br />

Armando<br />

Piensas casi como aquellos amables solistas que decían ser el hombre la medida de todas<br />

las cosas.<br />

Roberto<br />

Talvez. El pensamiento es una fuerza que tiene sus raíces en nuestra carne y en nuestros<br />

huesos. El pensamiento es sangre transformada en luz. Ningún drama describió todavía la tragedia<br />

de las ideas. Y ella existe. Si yo pienso como el sofista, es porque talvez yo viva las mismas<br />

angustias que él vivió. Escúchame.<br />

Creía profundamente en Cristo. Mi fe fué, durante mucho tiempo, la convicción apasionada<br />

de un tránsito para una eternidad maravillosa. Sentíame como un rey de la creación. Era grande y<br />

fuerte, bajo la protección de Dios. Mas, esa vieja fe fué barrida un día. Sentime como extenuado de<br />

encontrarme tan solo. Comparábame a una montaña, y sentíame una hormiga. Comparábame a un<br />

animal, y encontrábame absurdo. Quise compararme con un astro y no me pude encontrar. Era<br />

menos que un grano de arena, que no tiene conciencia de su miseria. Todo lo que antes era<br />

maravilloso para mí, perdía su sentido. Mis pasos desorientáronme. A mí mismo, casi con lágrimas<br />

en los ojos, preguntéme: ¿Para qué vivo? Y no escuché sino las antiguas respuestas ya sin<br />

significado. Quién sabe si el sofista sintió la misma desorientación, cuando perdió la fe en sus<br />

dioses olímpicos? Quién sabe si él, convenciéndose de que su vida no tenía ya valor ni sentido,<br />

pensó, al final, que, entre la confusión y el vacío, la única salvación estaba en sí mismo?<br />

Mira, Armando, somos parte de un pueblo, en el que las razas se disuelven y las<br />

tradiciones no existen todavía. Por otro lado, estas nuestras montañas inmensas, bañadas siempre<br />

de luz, abren dentro de nuestros corazones, verdaderos abismos. Nuestra alma, como un recién<br />

nacido, no sabe dónde asirse. Cómo no hemos de sentir, sin embargo, la necesidad imperiosa de<br />

buscarnos a nosotros mismos? Necesitamos despertar las fuentes de vida que duermen en nuestro<br />

mundo interior y construir nos a nosotros mismos, como una obra en la cual se conjuguen,<br />

armoniosamente, el ideal y la realidad.<br />

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