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4-la-batalla-del-laberinto

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Rick RiordanLa batal<strong>la</strong> <strong>del</strong> LaberintoDédalo, que trabajaba frenéticamente, derramó una gota de cera caliente en elhombro de Ícaro. Este esbozó una mueca de dolor, pero no se quejó. Cuando su a<strong>la</strong>izquierda quedó fijada a <strong>la</strong>s correas, el anciano empezó a trabajar en <strong>la</strong> otra.—Necesitamos más tiempo —murmuró—. ¡Han venido demasiado pronto! Lamezc<strong>la</strong> aún tardará en secarse.—Todo saldrá bien —aseguró Ícaro, mientras su padre terminaba el a<strong>la</strong> derecha—.Ayúdame con <strong>la</strong> tapa <strong>del</strong> respiradero...¡CATACRAC!Las puertas se astil<strong>la</strong>ron bruscamente y por <strong>la</strong> brecha asomó un ariete de bronce.Dos guardias ensancharon el hueco con sendas hachas e irrumpieron en <strong>la</strong> estancia.Detrás venía el rey, con su corona de oro y su barba <strong>la</strong>nceo<strong>la</strong>da.—Vaya, vaya —dijo con una cruel sonrisa—. ¿Ibais a salir?Dédalo y su hijo se quedaron paralizados. Las a<strong>la</strong>s metálicas bril<strong>la</strong>ban con luztrému<strong>la</strong> a sus espaldas.—Nos vamos, Minos —dijo el anciano.El rey soltó una risita.—Tenía curiosidad por ver hasta dónde llegabas con tu pequeño invento antes dedesbaratar tus esperanzas. Debo confesar que estoy impresionado.Minos contempló <strong>la</strong>s a<strong>la</strong>s con admiración.—Parecéis gallinas metálicas —concluyó—. A lo mejor deberíamos desplumaros ypreparar un caldo.Los guardias rieron tontamente.—Gallinas metálicas —repitió uno de ellos—. Caldo de gallina.—¡Silencio! —exigió el rey. Luego se volvió hacia Dédalo—. Ayudaste a mi hija aescapar, anciano. Empujaste a mi esposa a <strong>la</strong> locura. Mataste a mi monstruo y meconvertiste en el hazmerreír de todo el Mediterráneo. ¡Nunca saldrás de aquí!Ícaro tomó <strong>la</strong> pisto<strong>la</strong> de cera y roció bruscamente al rey, que retrocedió aturdido.Los guardias se ade<strong>la</strong>ntaron en el acto, pero cada uno se ganó un chorro de ceracaliente en <strong>la</strong> cara.—¡El respiradero! —gritó Ícaro a su padre.—¡Prendedlos! —rugió el rey Minos.Entre el anciano y el chico abrieron <strong>la</strong> tapa <strong>del</strong> respiradero y un chorro de airecaliente emergió <strong>del</strong> suelo. El rey miró incrédulo cómo se elevaban los dos hacia elcielo con sus a<strong>la</strong>s de bronce, impulsados por <strong>la</strong> corriente ascendente.—¡Disparadles! —chilló el rey, pero sus guardias no llevaban arcos. Uno de ellosles <strong>la</strong>nzó su espada, pero Dédalo e Ícaro ya estaban fuera de su alcance. Padre e hijo~106~

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