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26 María Augusta Vintimilla<br />

«lo vivido»; en la mayoría de ellos las reflexiones sobre el tiempo, la caducidad, la<br />

sombra de la muerte, aparecen constantemente filtradas por el tamiz de sus lecturas<br />

más que por una experiencia vivida existencialmente.l2 El yo de la enunciación<br />

poética se inscribe íntegramente en el territorio de una experiencia literaria del<br />

mundo en la que resuenan, con distinta intensidad en los diferentes momentos, las<br />

voces de la poesía moderna desde las de la tradición en lengua española, comenzando<br />

por el barroco, hasta las voces del romanticismo y el simbolismo europeos; desde<br />

el modernismo y el posmodernismo hispanoamericano y ecuatoriano hasta las<br />

que provienen de los movimientos vanguardistas y posvanguardistas (el Darío de<br />

Cantos de vida y esperanza, Carrera Andrade, Gonzalo Escudero, César Dávila, Vallejo,<br />

Neruda, Pablo de Rokha, Octavio Paz). En suma, una subjetividad que no alcanza<br />

todavía a encontrar los puntos de fuga que puedan provocar una rearticulación<br />

del lugar de la enunciación, una desterritorialización del espacio poético para<br />

desbordar los límites ya dibujados por la tradición y aventurarse en la construcción<br />

de una voz más personal que ponga en juego lo vivido.<br />

Una modernidad paradójica<br />

Quizás en este punto se expresa una de las paradojas de nuestra particular<br />

forma de modernidad: el abismo entre una modernidad vivida más como experiencia<br />

cultural que como condición objetiva de la existencia. En efecto: ¿qué modernidad<br />

podía vivirse en Cuenca –y aun en el Ecuador– de los años cuarenta?<br />

La ciudad era muy pequeña y yo diría que no había logrado rebasar los lindes de<br />

la época de su fundación: los barrios tradicionales, Todos Santos, San Sebastián, San<br />

BIas y El Vecino, constituían el perímetro urbano, las marcas humanas. (...) detrás de<br />

lo que actualmente es la Plaza Nueve de Octubre terminaba la ciudad y empezaban<br />

unos senderillos bordeados de pencas, con cerdos y gallinas. (...) era más un pueblo<br />

que una ciudad, un pequeño pueblo perdido en las quiebras de los Andes. (...)<br />

Las viejas casas señoriales por un lado, y estas nuevas construcciones de la clase<br />

media por otro, y luego el campo, siempre el campo, dondequiera que uno caminaba<br />

un poquito, ya se encontraba con el campo. (...)<br />

No teníamos carreteras y un viaje era una aventura que muy pocos intentaban,<br />

aunque no fuese sino a Guayaquil o Quito, una aventura que uno no podía menos que<br />

hacerla con temor, y pensando, a lo mejor, en la imposibilidad de volver.13<br />

¿Dónde las multitudes deambulantes, el tráfago vertiginoso de las urbes?<br />

12. Con razón Jaime Montesinos hace notar que en la escritura de «Elegía por el sexo de Thamar» (fechado en 1946)<br />

Efraín Jara «carecía de una motivación para escribir una elegía. Solo le asistía un ejercicio cerebral proveniente de<br />

sus lecturas y el típico arranque modernista que exalta figuras remotas». El guacamayo y la serpiente. No. 33,<br />

Cuenca, Casa de la Cultura, 1994, p. 37.<br />

13. Ecuador hombre y cultura, op. cit., p. 49.

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