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Alejandro Dumas - La dama de Monsoreau - v1.0.

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Chicot no podía continuar silencioso en vista<br />

<strong>de</strong> aquel furor universal, sacó la espada<br />

haciendo un gesto <strong>de</strong> matón y esgrimiéndola<br />

<strong>de</strong> plano a <strong>de</strong>recha e izquierda, apaleó <strong>de</strong> lo<br />

lindo a los favoritos, y estropeó las pare<strong>de</strong>s<br />

gritando con ojos amenazadores:<br />

-¡Oh, mala rabia para los angevinos! ¡con<strong>de</strong>nación!<br />

¡mueran los angevinos!<br />

El grito <strong>de</strong> mueran los angevinos fue oído<br />

por toda la ciudad así como el grito <strong>de</strong> las<br />

madres <strong>de</strong> Israel fue oído por toda Roma.<br />

Entretanto Enrique había <strong>de</strong>saparecido.<br />

Había pensado en su madre, y escabulléndose<br />

sin <strong>de</strong>cir palabra se había dirigido al<br />

aposento <strong>de</strong> Catalina, algo abandonada hacía<br />

algún tiempo, y que encerrada en su aparente<br />

indiferencia y afectada <strong>de</strong>voción aguardaba<br />

con su penetración florentina una buena<br />

ocasión <strong>de</strong> hacer prevalecer su política.<br />

Cuando Enrique entró se hallaba medio<br />

tendida en un gran sillón, y con sus mejillas<br />

abultadas pero algún tanto amarillentas, con<br />

sus ojos brillantes pero fijos, con sus manos<br />

gruesas pero pálidas, más que un ser anima-

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