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Alejandro Dumas - La dama de Monsoreau - v1.0.

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Era aquélla una <strong>de</strong> las hermosas noches <strong>de</strong><br />

invierno que, a no ser por el frío, no se diferencian<br />

en nada <strong>de</strong> las <strong>de</strong> fines <strong>de</strong> primavera<br />

o principios <strong>de</strong> otoño; el cielo brillaba tachonado<br />

<strong>de</strong> innumerables estrellas, y la luna, en<br />

creciente, iluminaba el paisaje con su argentada<br />

luz; abrimos la ventana <strong>de</strong>l cuarto <strong>de</strong><br />

Gertrudis, que en todo caso <strong>de</strong>bía <strong>de</strong> estar<br />

menos vigilado que el mío.<br />

A las siete subió <strong>de</strong>l estanque un ligero<br />

vapor; mas semejante a un velo <strong>de</strong> transparente<br />

gasa, no nos impedía la vista <strong>de</strong> los<br />

<strong>de</strong>más objetos: tal vez esto consistía más<br />

bien que en la transparencia <strong>de</strong> la niebla, en<br />

lo habituados que estaban nuestros ojos a las<br />

tinieblas: ello es que todavía podíamos divisar<br />

lo que pasara en el bosque y en el estanque.<br />

Como nada nos ayudaba a medir el tiempo,<br />

no sabré <strong>de</strong>cir qué hora sería cuándo<br />

creímos ver varias sombras agitarse al extremo<br />

<strong>de</strong>l bosque. Parecía que aquellas sombras<br />

se iban acercando con precaución, guarneciéndose<br />

<strong>de</strong>trás <strong>de</strong> los árboles que más<br />

obscuridad prestaban. Tal vez habríamos

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