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int encuentro 21-22 A - cubaencuentro.com

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Manuel Díaz Martínez 80<strong>encuentro</strong>me fui a un hotel, el Inglaterra, que alguien me re<strong>com</strong>endó. El carpetero medijo que había habitaciones disponibles y, puesto que decidí tomar una, mepidió una identificación. Le di el carnet del periódico. Al verlo, me preguntósi yo había ido a Manzanillo invitado por Navarro Luna. Le respondí que sí, yentonces, devolviéndome el carnet, me dijo que no podía darme la habitaciónporque Navarro había pedido a los hoteles de la ciudad que no alojarana sus invitados.De regreso al campamento en que se había convertido la casa del poeta, lamujer de Navarro, la infatigable y dulce mujer que fue Guillermina Lauten,me llevó al piso alto de la casa y me a<strong>com</strong>odó en la habitación de su hijaAnita, que estudiaba en La Habana. De esta habitación se pasaba directamenteal saloncillo donde Navarro tenía su oficina, en la que, aparte de un vetustoescritorio y una parca biblioteca literaria, había hileras de panzudos tomos deDerecho —Navarro era procurador público en ejercicio, con poco beneficioporque a los guajiros pobres, que eran la mayoría de sus clientes, no les cobraba.En un rincón de la pieza había una diminuta cocina donde el poeta colabacafé constantemente.La primera noche, de madrugada, me despertó un movimiento en lacama. Al abrir los ojos, vi levantado el mosquitero, a Navarro delante de mí,en camiseta y calzoncillos, empuñando una pavorosa taza de café humeante.Me susurró: «Arriba, Manolito, que va a salir el día; tómate este café y levántate,muchacho, para que le veas el puño al amanecer». Ya en el salón-oficina,desvelado y s<strong>int</strong>iendo aún en los huesos el estropeo del viaje de diez horas entren desde La Habana, fui testigo de una escena que no hubiera imaginadojamás. Por la otra puerta de la casa, la que daba a la calle lateral y que teníauna escalera que subía hasta el despacho de Navarro, entró un negro viejo,alto, enjuto, vestido con una guayabera blanquísima y tocado con un jipijapa.Cándido se llamaba y era músico de la Banda Municipal, en la que Navarrohabía tocado el bombardino y para la que había <strong>com</strong>puesto el Himno de Manzanillo.Después de dar las buenas horas, beberse un sorbo de café y encenderun puro, se sentó al escritorio, abrió un cuaderno de papel pautado, afilóunos lápices y esperó. Esperó a que Navarro, que caminaba caviloso de unlado a otro de la habitación, <strong>com</strong>enzara a tararear la melodía que él debíatranscribir en notas en los pliegos de música. Concluida la parte melódica,vino la de poner la letra, que era un poema de Navarro que éste recitó conlentitud, haciendo pausas entre verso y verso para que su amigo lo fuera insertandoen la partitura. Así quedó lista una canción que, con Cándido a la guitarra,Navarro <strong>int</strong>erpretó pésimamente junto a la entornada puerta de su alcobapara despertar a Guillermina. Este ejercicio trovadoresco se repitió todaslas mañanas en el tiempo que fui huésped de aquella peculiar familia.Hubo otro momento en que la caballerosidad de Navarro fue aún másbizarra. Poco tiempo después, el poeta se trasladó a La Habana y se instalópermanentemente en una habitación de la qu<strong>int</strong>a planta del hotel Colina,situado frente a la Universidad. Allí solíamos hacer tertulias los poetas jóvenesdel momento, sobre todo Heberto Padilla, Roberto Branly, David Chericián y

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