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int encuentro 21-22 A - cubaencuentro.com

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Retratos de la memoria la libreta de racionamiento solo daban cuatro o cinco horribles tagarninas almes, y quien quisiera más tenía que conseguirlas de estraperlo y pagarlas <strong>com</strong>operlas—, le pedí al camarero que trajera los mejores puros que tuviera. Elempleado abrió ante nuestros ojos una provocadora caja de Partagás y le dije aLezama: «Maestro, aproveche y sírvase a su gusto». Nunca se borrará de mimente la escena de aquel hombre, feliz <strong>com</strong>o niño en una confitería, llenándosede tabacos los bolsillos de la chaqueta. Minutos más tarde, encendiendo unoa la vera de una taza de café, clausuró el banquete con un <strong>com</strong>entario de resonanciarabelesiana: «Así deberíamos almorzar y <strong>com</strong>er todos los días».Cuando empecé a trabajar en el Instituto de Literatura y Lingüística, eladministrador de ese centro era un señor amable que sentía respeto por losinvestigadores que allí prestábamos servicio (Lezama, García Vega, Branly,Armando Álvarez Bravo y yo) y lo demostraba haciendo malabarismos parafacilitarnos la tarea. Pero un mal día este hombre falleció y el profesor JoséAntonio Portuondo, director del Instituto, trajo en calidad de suplente temporala un sujeto de apellido Valdés, retórico, sonriente y torvo, que desde elprimer momento nos declaró la guerra, una guerra subterránea, administrativa,de <strong>int</strong>riguillas y aviesas maniobras oficinescas. Su guerra iba contra todosnosotros por cuanto éramos <strong>int</strong>electuales —es decir, gente ideológicamenteblanda, nada fiable—, pero de manera más sostenida contra Lezama, a quienademás acusaba de homosexual. Valdés procedía de las Fuerzas ArmadasRevolucionarias, donde estaba emplantillado <strong>com</strong>o empleado civil, y veníasaturado de prejuicios políticos y machistas. Tan persistente e irritante llegó aser la hostilidad de este hombre contra nosotros, que decidimos darle las quejasa Portuondo. Éste se mostró receptivo y preocupado y nos prometió ponerlecoto a la situación, incluso nos aseguró que si Valdés continuaba molestándonoslo devolvería sin más ni más a su lugar de origen. Sin embargo, aunquela situación no cambió ni un ápice, lo que hizo Portuondo fue dejar fijo a Valdés<strong>com</strong>o administrador del Instituto. En este contexto, una mañana, al llegaryo a su despacho, Lezama me lanzó esta enigmática pregunta: «¿Sabes si yallegó el señor juez?» «¿Quién?», fue mi respuesta. «El señor juez», recalcó.«Perdone, maestro, pero no sé por quién me pregunta», le dije sin salir de miconfusión. Y me replicó: «Por el doctor Portuondo, chico. ¿Es que tú no vespelículas del Oeste? En los Oestes los granjeros van ante el juez a denunciarlas tropelías de los cuatreros, pero resulta que el juez es el jefe de la banda».Otra escena que no olvido es la de Lezama, lloroso y demacrado, al pie dela recién cerrada tumba de su madre, recibiendo el pésame de sus amigos.Cuando le llegó el turno a Alejo Carpentier, éste le dijo en tono cariñosomientras le estrechaba con fuerza la mano: «Tienes que serr fuerrte, Lezama,no te puedes derrumbarr», a lo que el viejo poeta respondió entre lágrimas:«Alejo, tú sabes que nunca me he caracterizado por ser británico».La última vez que oí la acezante voz de Lezama fue por teléfono. Era el díade Año Nuevo de 1976 —el año en que falleció— y Ofelia quiso que yo lollamara para saludarlo y saber de él. Cuando me identifiqué, al otro lado de lalínea sentí a Lezama exclamar: «¡Muchacho, te veo venir dando brazadas!». 85<strong>encuentro</strong>

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