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FLORES PARA ALGERNON - Facultad de Psicología

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Finalmente, surgió un sonido. No el que hubiera querido (había planeado <strong>de</strong>cir algunaspalabras tranquilizadoras y animosas a fin <strong>de</strong> dominar la situación y borrar todo eldoloroso pasado), sino que todo lo que surgió <strong>de</strong> mi reseca garganta fue:—Maaa...Con todo lo que había aprendido, todas las lenguas que sabía, todo lo que hubierapodido <strong>de</strong>cirle mientras ella estaba allá en la puerta mirándome, y lo único que salió fue:—Maaa —como un cor<strong>de</strong>rillo recién nacido con los sedientos labios pegados a la ubre.Se secó la frente con el brazo y frunció el ceño, como si no pudiera ver claramente.Pasé la verja y avancé hacia los peldaños que conducían a la entrada. Retrocedió.No supe en un primer momento si me había reconocido o no, pero entonces exclamó:—¡Charlie!... —y no lo gritó, ni siquiera lo murmuró. Simplemente lo dijo, con vozsofocada, como alguien que sale <strong>de</strong> un sueño.—Mamá... —ja<strong>de</strong>é, subiendo los peldaños—. Soy yo...Mi movimiento la sobresaltó y retrocedió, volcando el cubo <strong>de</strong> agua jabonosa, y la suciaespuma goteó por los peldaños.—¿Qué haces aquí?—Solo quería verte... hablarte...A causa <strong>de</strong> mi lengua aún trabada, mi voz surgía diferente <strong>de</strong> mi garganta, con un tonoespeso, como sin duda había hablado en otro tiempo.—No te vayas —imploré—. No huyas <strong>de</strong> mí.Pero había entrado en la casa y cerrado la puerta con llave. Un instante <strong>de</strong>spués la vimirándome con aire aterrorizado tras el fino visillo blanco <strong>de</strong>l cristal <strong>de</strong> la puerta. Sin queyo pudiera oiría, sus labios articulaban:—¡Vete! ¡Déjame tranquila!¿Por qué? ¿Quién se creía que era para renegar así <strong>de</strong> mí? ¿Con qué <strong>de</strong>recho medaba la espalda?—¡Déjame entrar! ¡Quiero hablar contigo! ¡Déjame entrar! —golpeé tan fuerte contra elcristal <strong>de</strong> la puerta que se rompió, y un trozo se me clavó en la mano. Ella <strong>de</strong>bió creer queme había vuelto loco y que había venido para hacerle daño. Se apartó <strong>de</strong> la puerta y huyópor el vestíbulo que conducía al apartamento.Empujé <strong>de</strong> nuevo. El pestillo cedió y, no esperando que se abriera así <strong>de</strong> repente, perdíel equilibrio y caí en medio <strong>de</strong>l vestíbulo. Mi mano sangraba por la herida causada por elcristal que había roto y, no sabiendo otra cosa que hacer, me la metí en el bolsillo paraimpedir que la sangre ensuciase el suelo recién fregado.Avancé, pasando la escalera que tan a menudo había visto en mis pesadillas. Tantasveces había sido perseguido a lo largo <strong>de</strong> aquella estrecha escalera por <strong>de</strong>monios que meagarraban por las piernas y me arrastraban al sótano, mientras yo intentaba gritar sinpo<strong>de</strong>r hacerlo, sintiendo que la lengua se me trababa y me obstruía la garganta. Como loschicos mudos <strong>de</strong> Warren.La gente que vivía en el segundo piso —nuestros caseros, los Meyer— siempre habíansido amables conmigo. Me daban bombones y me <strong>de</strong>jaban ir a sentarme a su cocina yjugar con su perro. Hubiera querido verlos, pero sin que nadie me lo hubiera dicho sabíaque se habían ido <strong>de</strong> allí y habían muerto, y otra gente vivía ahora arriba. Aquel caminome estaba vedado para siempre. Al final <strong>de</strong>l vestíbulo estaba la puerta por la cual Rosehabía huido y tras la que se había encerrado, y por un momento me quedé allá, in<strong>de</strong>ciso.—Abre la puerta.Me respondió un agudo lloriqueo <strong>de</strong> perrito, tomándome por sorpresa.—Vamos —dije—. No tengo intención <strong>de</strong> hacerte daño ni nada parecido, pero hevenido <strong>de</strong> muy lejos y no me iré sin hablar contigo. Si no abres la puerta, voy a echarlaabajo.

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