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Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...

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en el cuerpo de Elisa, eliminando todo pensamiento. A su alrededor, el universo<br />

entero parece aniquilado, remoto; del hombre que está entrando y saliendo,<br />

rítmico, de su cuerpo, de quien hasta hace unos momentos sentía patente el órgano<br />

largo, duro y húmedo, no subiste más que una masa vaga, borrosa, que toca de vez<br />

en cuando el punto estremecedor. A medida que aumentan la frecuencia y la<br />

intensidad de las radiaciones, que van superponiéndose, cada vez más numerosas,<br />

más rápidas, más profundas, Elisa va elevando la cabeza, con los ojos cerrados, y<br />

abriendo cada vez más la boca, saca por fin la lengua, recta, tensa, rojiza, que<br />

empieza a humedecer sus propios labios y a vibrar, en punta, rígida, en el aire,<br />

entre las comisuras, hasta que se pone a lamer la pared blanca. Al mismo tiempo,<br />

sus caderas se ponen en movimiento, de un modo lento primero, con un balanceo<br />

de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, hasta que un nuevo movimiento,<br />

circular, se agrega al primero, de modo tal que la esfera compacta de sus nalgas,<br />

sacudida por el ritmo complejo de sus movimientos, transmite sus sacudimientos<br />

al cuerpo desnudo montado sobre ella. Con el orgasmo, los cuerpos alcanzan el<br />

límite de tensión, que dura unos segundos, hasta que, abandonándose, sin perder<br />

rigidez, se dejan caer, estirado uno sobre el otro en la sábana blanca, duros y<br />

superpuestos uno al otro como dos tablones de madera.<br />

Minuciosa, casi con bondad, prepara una jarra de limo<strong>nada</strong>. La tarde va<br />

pasando despacio, imperceptible, y cuando en el fondo de la jarra no queda más<br />

que un sedimento turbio, y pedazos de limones exangües, el Gato, que ha estado<br />

espiando, de tanto en tanto, al caballo desde la cocina, por la hendija que dejan la<br />

cortina de lona azul y el marco negro de la puerta, decide ir a varearlo en el<br />

atardecer, saliendo por la costa y dejando atrás la casa blanca y la playa a la que<br />

han vuelto a acudir los bañistas cuyos gritos, voces y chapaleos, le llegan nítidos y<br />

remotos, sin lograr, sin embargo, atraer su atención mientras deambula, desnuda<br />

por la casa, o contempla, echada en la cama, la penumbra que se concentra en el<br />

techo del dormitorio. Durante unos minutos se adormece, con un sueño rápido,<br />

superficial, que más que un sueño es una especie de incertidumbre un poco más<br />

aguda que lo ordinario acerca de su estado —acerca de la vigilia engañosa y del<br />

sueño turbador— y del que despierta, o al que deja atrás, más bien, con la boca<br />

pastosa y un poco embrutecida. Después se pone la malla de dos piezas, exigua, de<br />

una tela elástica de un naranja vivo atravesado de rayas oblicuas, negras, se saca el<br />

reloj pulsera dejándolo sobre la mesa de luz, apaga el ventilador, y atravesando<br />

una tras otra las habitaciones blancas con las aberturas pintadas de negro, muebles<br />

escasos y piso de baldosas coloradas, sale a la playa por la puerta delantera. Los<br />

bañistas se abandonan en la luz declinante: el río liso, sin una sola arruga, va<br />

volviéndose violáceo con el atardecer, y enfrente, en la orilla, la isla baja y<br />

polvorienta está inmóvil y desierta. Su barranca, en declive suave, termina en un<br />

borde rojizo que el agua carcome. Elisa atraviesa la playa, sorteando lenta los<br />

bañistas sentados en la arena o sobre toallas de colores, y se detiene en la orilla: el<br />

bañero, como una especie de ser subacuático, ciego y pesado, emerge del río, a diez<br />

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