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Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...

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En la cocina ilumi<strong>nada</strong>, el Gato y Elisa están terminando de comer inclinados<br />

sobre sus platos: el tintineo de los cubiertos contra la loza de los platos, los crujidos<br />

de las sillas de paja, el chorro del vino blanco cayendo, con un rumor líquido, en<br />

los vasos, resuenan en el recinto en el que el piso de mosaicos colorados brilla y en<br />

el que las paredes blancas y el mantel cuadriculado blanco y azul reverberan.<br />

Ahora no viene desde afuera, desde la playa, ninguna risa o rumor, pero una y otra<br />

vez, aunque ya han transcurrido varios minutos desde que el ruido que la ha<br />

provocado se produjera, la representación de la pareja saliendo del coche, el<br />

hombre por la puerta del volante, la mujer por la del otro lado, de cara al agua,<br />

sube, como recuerdo ahora, en la cabeza del Gato.<br />

Para Elisa, que está recogiendo los platos mientras el Gato enciende un<br />

cigarrillo, balanceándose sobre la silla de paja, con las piernas estiradas hacia<br />

adelante que desaparecen bajo la mesa cortadas en la mitad de los muslos por el<br />

borde recto del mantel cuadriculado, la imagen que vuelve a su memoria difiere, a<br />

pesar de los elementos comunes, de la del Gato: la pareja avanza, en la oscuridad,<br />

con pasos trabajosos, por la arena, hacia la orilla del agua. Ahora la cocina está<br />

vacía. Los platos, la fuente, la sartén, los cubiertos, se amontonan en la pileta. Elisa,<br />

que ha terminado de juntar la mesa, acaba de desaparecer de la cocina apartando<br />

la cortina de lona azul que separa la cocina de la galería. Su voz llega desde la<br />

galería y repercute en la cocina vacía. La del Gato responde. No, no quiere café,<br />

dice la voz del Gato. Lo que quisiera, más bien, continúa la voz que llega desde la<br />

galería hasta la cocina ilumi<strong>nada</strong> y desierta, es un gran vaso de vino blanco,<br />

porque esa sed que lo acosa, dice, irónica, la voz, no quiere parar. Un gran vaso.<br />

Grande así, dice la voz, a la que ha acompañado, sin duda, un ademán invisible en<br />

la penumbra de la galería. Elisa vuelve a entrar en la cocina y, sorteando las mesas<br />

y las sillas que yacen, mudas, en el centro del recinto, se dirige a la heladera. El<br />

cuerpo de bronce, cubierto en su mayor parte por el vestido blanco de lino rígido<br />

va recorriendo, lento, el espacio que separa la cortina de lona azul de la heladera,<br />

empotrada entre la pared blanca y el fogón de mosaicos colorados. El cuerpo pasa,<br />

exterior, por el espacio iluminado. No se diría, desde afuera, hasta tal punto la<br />

carne parece firme y serena, la cabeza sólida y compacta, la mirada uniforme y sin<br />

expresión, que por dentro una muchedumbre de imágenes, de latidos, de<br />

pulsaciones lo atraviesan, continuos, como una piedra que cuando se la da vuelta<br />

deja ver el grumo efervescente de un hormiguero.<br />

La presencia del bayo amarillo parece llenar, blanda y difusa, todo el patio<br />

trasero; la cola, por momentos, se sacude, metálica, y los vasos golpean de tanto en<br />

tanto contra la tierra, produciendo un sonido blando como el cuerpo, que retumba<br />

apagado en la penumbra. Como no sopla la más mínima brisa, los árboles del<br />

fondo no delatan su presencia más que por la negrura más densa de sus copas<br />

recortadas contra el aire negro. Con el vaso de vino blanco en la mano el Gato se ha<br />

parado, mirando hacia el fondo del patio, en la zona de la galería ilumi<strong>nada</strong> apenas<br />

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