Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...
Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...
Saer, Juan José – Nadie nada nunca - Lengua, Literatura y ...
Create successful ePaper yourself
Turn your PDF publications into a flip-book with our unique Google optimized e-Paper software.
giran sin descanso, del mismo modo que las de los más modernos, de pie, ubicados<br />
en los rincones estratégicos que mandan, trazando semicírculos periódicos, ráfagas<br />
débiles de aire tibio. Ropa blanca se seca en las azoteas: contra las grandes sábanas<br />
extendidas el sol reverbera, enceguecedor. En los parques, la luz de febrero<br />
marchita los árboles; la fronda es grisácea, achicharrada, reseca. El silencio inusual<br />
se acrecienta a la hora de la siesta. Detrás de las ventanas y de las puertas entor<strong>nada</strong>s,<br />
cerradas, vestidos con ropas livianas, los habitantes de la ciudad roncan<br />
inmóviles en sus camas o se pasean dejando oír un bisbiseo suave de chinelas, por<br />
las habitaciones en penumbra que ni los ventiladores ni los aparatos de aire<br />
acondicionado de las casas burguesas logran refrescar del todo. Expuesta al sol de<br />
febrero, el mes irreal, la ciudad se calcina, abando<strong>nada</strong>. Al llegar a la esquina del<br />
mercado, Elisa se queda parada un momento en el borde de la vereda. Ha hecho<br />
cinco o seis cuadras a pie: el borde de su labio superior está lleno de gotitas de<br />
sudor del mismo modo que su frente en la que la capa delgada de maquillaje que<br />
la protege se ha agrietado un poco. De su bolso de paja, Elisa saca un pañuelo<br />
apelotonado y lo oprime varias veces, con suavidad, contra diferentes partes de su<br />
cara: la frente, el labio superior, las sienes, las mejillas. Con los ojos entrecerrados,<br />
los labios entreabiertos y los dientes apretados, una mano apoyada sobre la otra a<br />
la altura del vientre, Elisa observa la calle recta, larga, que se extiende ante ella.<br />
Aparte de algunos coches estacionados, no hay nadie, <strong>nada</strong>, en toda su extensión.<br />
Después de un minuto de inmovilidad debida menos a la vacilación que al<br />
aturdimiento, Elisa baja del cordón a la calle y empieza a atravesarla. En la mitad,<br />
el taco de su zapato se hunde en el asfalto ablandado por el calor. El zapato queda<br />
clavado, vacío, en el asfalto, y el cuerpo de Elisa sale disparado hacia adelante con<br />
los brazos extendidos que buscan apoyo, precedido por el bolso de paja que llega<br />
antes al suelo y cuyo contenido comienza a desparramarse incluso en el aire. Son<br />
las rodillas las que tocan el asfalto antes que <strong>nada</strong>, y después las palmas de las<br />
manos, de modo que Elisa, sin haber terminado todavía de entender, está ahora en<br />
cuatro patas en medio de la calle desierta, descalza, porque la violencia de la caída<br />
ha hecho salirse del pie el segundo zapato, perdido entre los objetos que se han escapado<br />
del bolso de paja: los lentes negros, uno de cuyos vidrios se ha rajado, el<br />
monedero, llaves, lápices de maquillaje y dos o tres pedazos de algodón. Las<br />
rodillas y las palmas de las manos se pegan al asfalto hirviente. Elisa siente el<br />
golpeteo violento de sus sienes, y su mirada turbia inspecciona los alrededores. Por<br />
suerte, la calle sigue vacía. Pero allá lejos, en la mitad de la cuadra, un hombre ha<br />
salido al balcón y la observa, inmóvil. Elisa, desplazándose en cuatro patas,<br />
comienza a recoger los objetos dispersos y a meterlos en el bolso. Después saca,<br />
tironeándolo, el zapato hundido en el asfalto viscoso y se lo calza. Antes de ganar<br />
la vereda mira, con disimulo, hacia la mitad de la cuadra. El hombre del balcón ya<br />
ha desaparecido.<br />
Los rumores de la estación de ómnibus quedan atrás. En el coche negro,<br />
detenido en la calle desierta, recibe en plena cara el reflejo rojizo del sol poniente<br />
83